Reportaje:AMENAZA DE GUERRA | Las pruebas contra Sadam

Blair, entre las dos orillas

El primer ministro británico quiso mediar entre EE UU y la UE, pero ha acabado atrapado por el belicismo de Bush

El 11 de septiembre de 2001, mientras las Torres Gemelas se derrumbaban, Tony Blair tenía que estar pronunciando un discurso en el congreso de la federación de sindicatos británicos: iba a lanzar su más apasionado alegato a favor del euro desde que en 1997 se convirtió en primer ministro. Los trágicos acontecimientos de Nueva York le obligaron a cancelar ese cántico a Europa y sustituirlo por un emocionado duelo por Estados Unidos. Un simbólico cambio de agenda que representa la evolución de las prioridades del primer ministro británico desde ese momento: desde entonces Blair se va alejando de...

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El 11 de septiembre de 2001, mientras las Torres Gemelas se derrumbaban, Tony Blair tenía que estar pronunciando un discurso en el congreso de la federación de sindicatos británicos: iba a lanzar su más apasionado alegato a favor del euro desde que en 1997 se convirtió en primer ministro. Los trágicos acontecimientos de Nueva York le obligaron a cancelar ese cántico a Europa y sustituirlo por un emocionado duelo por Estados Unidos. Un simbólico cambio de agenda que representa la evolución de las prioridades del primer ministro británico desde ese momento: desde entonces Blair se va alejando de la Unión Europea al tiempo que se acerca a Estados Unidos. En realidad no es Blair el que se mueve: es el radicalismo de George W. Bush el que se lo lleva.

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Aquel 11 de septiembre, Tony Blair se fijó un objetivo por encima de todos: atemperar la reacción de Estados Unidos, evitar una respuesta unilateral, trabajar a favor de una gran coalición internacional contra el terrorismo. El primer plato de la guerra contra el terrorismo entró con apetito y ganas: Osama Bin Laden encarnó el rostro del mal y los talibanes se convirtieron en el gran objetivo de una batalla a medio camino entre la venganza y la justicia. Los bombardeos sobre Afganistán y la marcha de los talibanes de Kabul tuvieron el apoyo de la opinión pública internacional, incluyendo la europea y desde luego la británica.

Si todo hubiera acabado ahí, Blair sería un héroe. Pero los halcones de la Casa Blanca y del Pentágono han querido más y Bush ha acabado arrastrando a Blair a la confrontación con Irak. Al querer erigirse en el vínculo entre las dos orillas del Atlántico, Blair quizá no midió las servidumbres de querer frenar los ardores bélicos de un presidente débil que tuvo en el 11 de septiembre su mejor reconstituyente. Ante un gran sector de la opinión pública británica y europea, se ha convertido en la mascota de Bush.

En la crisis de Irak, el objetivo de Blair ha sido llevar a Estados Unidos por el camino de Naciones Unidas. Y lo ha logrado. Pero se encuentra atrapado por su propia táctica. Nadie necesita más que él que la guerra contra Irak tenga el apoyo del Consejo de Seguridad. Él, mucho más que el presidente francés, Jacques Chirac, necesita la bendición de la ONU. Se juega la unidad de su partido, el apoyo de la opinión pública, la posibilidad quizá de convertirse algún día en el primer presidente de Europa. Toda su credibilidad europeísta está en juego. ¿Quién podría creer en su vocación europea, en su proyecto de defensa europea, por ejemplo, si en la primera crisis se alinea con Estados Unidos y contra el sentir mayoritario de la Unión Europea?

La mayor paradoja de esta crisis es que las posiciones de Chirac y Blair son más semejantes de lo que parece. La diferencia es que Blair no puede admitir que necesita el sí de Naciones Unidas porque ha basado toda su fuerza en la amenaza militar. Si reconociera que está atrapado por el Consejo de Seguridad, esa amenaza no sería creíble.

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Chirac no está mucho más contra la guerra que Blair. "Si quiere la guerra, prepare la guerra", le aconsejaba hace un tiempo el presidente francés a su homólogo estadounidense. O sea, si hay que ir a la guerra hay que escenificarla: crear el clima adecuado, poner en marcha las inspecciones, denunciar los incumplimientos de Sadam Husein, conseguir el apoyo del Consejo de Seguridad. Ése era el guión de Chirac. Y quizá sea el que al final se imponga, a pesar de las prisas de Washington. Por eso Blair quiere tiempo. No mucho. Lo bastante como parecer flexible y quizá encontrar una pieza golosa en las inspecciones sobre el terreno.

Si Naciones Unidas no aprueba el ataque a Irak, Blair tendrá muy poca capacidad de maniobra. Es impensable que renuncie a apoyar a Washington si decide emprender una acción unilateral. Pero corre el riesgo de verse envuelto entonces en una extraña alianza liderada por George W. Bush, y secundada por ese trío tan poco laborista que Blair forma con los dos jefes de Gobierno más a la derecha del Consejo Europeo: Silvio Berlusconi y José María Aznar. Enfrente, el corazón de la Unión Europea con Francia y Alemania a la cabeza. Y, junto a la vieja Europa, las opiniones públicas de casi todo el mundo.

En 1956, el Reino Unido se embarcó en una crisis con tintes muy parecidos a la actual cuando invadió el canal de Suez. Entonces aún aspiraba a demostrar al amigo estadounidense que tenía su propia política exterior, por encima del tradicional vínculo trasatlántico. Aquella crisis acabó con la carrera política del joven primer ministro de la época. Se llamaba Anthony Eden.

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