Tribuna:

Ocurrencias tributarias

Un axioma más político que económico asegura que lo más fácil es sostener que bajen los impuestos y que nunca se encuentran defensores de subir los tributos. Desde 1996 los gobiernos del PP han explotado a fondo las consecuencias de esta facilidad y vienen lanzando el mensaje, nada subliminal por cierto, de que es posible al mismo tiempo bajar los impuestos y equilibrar las cuentas públicas. A pesar de las explicaciones paraeconómicas -por ejemplo, esa que arguye que cuando bajan los impuestos aumenta el número de personas dispuestos a pagarlos-, no deben confundirse los milagros con los juego...

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Un axioma más político que económico asegura que lo más fácil es sostener que bajen los impuestos y que nunca se encuentran defensores de subir los tributos. Desde 1996 los gobiernos del PP han explotado a fondo las consecuencias de esta facilidad y vienen lanzando el mensaje, nada subliminal por cierto, de que es posible al mismo tiempo bajar los impuestos y equilibrar las cuentas públicas. A pesar de las explicaciones paraeconómicas -por ejemplo, esa que arguye que cuando bajan los impuestos aumenta el número de personas dispuestos a pagarlos-, no deben confundirse los milagros con los juegos malabares. Seis años de gestión económica son suficientes para comprobar que el PP no ha bajado los impuestos, sino el Impuesto sobre la Renta tan sólo, mientras que ha aumentado, y a veces mucho, los impuestos especiales e indirectos; y tampoco ha equilibrado las cuentas públicas, sino que se ha limitado a no contabilizar en el Presupuesto cantidades ingentes de gastos. En estos momentos gastos equivalentes de varios puntos porcentuales del PIB circulan por el limbo de organismos fantasmales de inversión que a ningún contribuyente rinden cuentas.

Si el Gobierno quiene mejorar el sistema tributario, puede empezar corrigiendo la doble imposición en Renta y Patrimonio

Pero no se trata sólo de descontar los trucos conocidos y las contabilidades creativas para dudar de la buena gestión económica durante el último sexenio. La mecánica política del PP elude sistemáticamente el cálculo de costes y la información a los ciudadanos sobre las medidas políticas que se ofrecen; simplemente se lanza a la opinión pública una idea sin contraste ni debate político; es decir, una ocurrencia. Esa ocurrencia se difunde casi siempre como amenaza o advertencia, como sucedáneo en todo caso del debate democrático en el Parlamento. Cuando el Gobierno encuentra resistencia social organizada -el caso del decretazo laboral es el mejor ejemplo-, simplemente se vuelve atrás, encubriendo la retirada con vistosos llamamientos al acuerdo social. En otras ocasiones, la ocurrencia se convierte en ley; abundan los casos en las medidas sobre seguridad ciudadana, terrorismo o regulaciones empresariales.

Esta mecánica ciega, huérfana de memorias de costes y de debate, se está aplicando peligrosamente a los impuestos. De repente, se transmite a la opinión pública que desaparecerá el Impuesto de Sucesiones en aquellas comunidades donde gobierna el PP. Apenas se arguye como explicación que algunas comunidades autónomas no lo aplican, como si las empresas familiares fueran a radicarse todas en Navarra o en el País Vasco debido a semejante ventaja. El argumento es similar al que se le ocurrió a George Bush para acabar con los incendios forestales: acabar con los árboles, o sea, con el impuesto.

Para debatir en serio la supervivencia del Impuesto de Sucesiones debería atenderse a su utilidad y función en el sistema tributario español y, por supuesto, al equilibrio general de ese sistema. Es razonable que las transferencias de patrimonios y empresas de padres a hijos tengan un gravamen, grande o pequeño, como reconocimiento de la función social de la riqueza y recordatorio del origen de la fortuna. Quien piense que el impuesto es perjudicial, tendrá que demostrar con números, entre otras cosas, que el impuesto sobre las herencias es responsable de la desaparición de las empresas familiares en mayor medida que la competencia de la gestión y que resulta innecesario para financiar los gastos públicos, tanto en periodos de prosperidad como cuando la economía crece por debajo del 2%. Pero esta demostración, con la cual podría considerarse prescindir del tributo, brilla hoy por su ausencia.

Si el propósito del Gobierno fuera mejorar el sistema tributario para hacerlo más justo y menos gravoso para los contribuyentes, tiene mucha tarea por delante antes de llegar a Sucesiones. Podría eliminar, por ejemplo, la doble imposición en Renta y Patrimonio; o reflexionar sobre el Impuesto de Transmisiones; o resolver de una vez el enojoso asunto de las devoluciones sin una retribución adecuada por el uso del dinero retenido al declarante al menos durante un año, por mencionar algunos de diversa naturaleza e importancia.

No es probable que la mejora del sistema fiscal sea el objetivo de quienes desde el Gobierno desean la supresión del impuesto. Más bien parece que se trata de pujar cuanto más fuerte mejor en la subasta electoral. El problema es el coste que habrá que pagar por las alegrías electorales. Recuérdese el triste destino de países sin entramado tributario. Como Argentina.

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