Tribuna:

Defender la educación pública

He aquí una frase que se oye mucho en el debate sobre las leyes de educación. Los críticos de las leyes (o de los proyectos) las critican, entre otras cosas, porque estiman que atacan, ponen en entredicho o pretenden de un modo u otro limitar o reducir la educación pública, que los críticos profesan defender. Pero se oyen en cambio pocos argumentos que expliquen al público por qué sea necesaria esta defensa, o por qué sea deseable que la educación sea pública. En general, se da por supuesto que la educación pública es buena, o mejor que la privada, y parece que esto es tan evidente como lo es ...

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He aquí una frase que se oye mucho en el debate sobre las leyes de educación. Los críticos de las leyes (o de los proyectos) las critican, entre otras cosas, porque estiman que atacan, ponen en entredicho o pretenden de un modo u otro limitar o reducir la educación pública, que los críticos profesan defender. Pero se oyen en cambio pocos argumentos que expliquen al público por qué sea necesaria esta defensa, o por qué sea deseable que la educación sea pública. En general, se da por supuesto que la educación pública es buena, o mejor que la privada, y parece que esto es tan evidente como lo es el principio del derecho a la vida o a la libertad de pensamiento. Tan evidente es que no hay que demostrarlo ni plantear la menor duda acerca de su certeza.

Sin embargo, no es así; es decir, no es tan evidente. Desde la perspectiva norteamericana se perciben razones para poner la cuestión sobre el tapete. Las universidades norteamericanas están entre las mejores, si no son las mejores, del mundo. Y las mejores universidades norteamericanas son privadas: Columbia, Harvard, Yale, Princeton, Chicago, Stanford, y las que se llevan casi todos los premios Nobel son privadas. Lo mismo puede decirse de los institutos de segunda enseñanza. Se me objetará que éste es un país donde predomina lo privado; y que también en Estados Unidos hay grandes universidades públicas, como las grandes estatales: California, Michigan, Colorado, Ohio State, Wisconsin. Todo ello es cierto. Pero el problema para los "defensores" de la enseñanza pública es que no sólo son las privadas las mejores instituciones de enseñanza de Estados Unidos; es que lo son del mundo. Ello permitiría argüir que en España lo que hay que defender no es la educación pública, sino la privada, tan raquítica y desvalida en lo que se refiere a la enseñanza superior.

Y, sin embargo, la enseñanza pública tiene buena defensa, tan buena que sorprende que quienes tanto enarbolan su bandera razonen tan poco su postura. Lo que justifica la necesidad de enseñanza pública es que la educación es un bien público, es decir, un bien que no es una mercancía. Dicho de otro modo, el mercado no funciona tan bien en el caso de la educación como en el de las mercancías normales como puedan ser las prendas de vestir o los automóviles. La educación tiene de común con la defensa o el transporte público que beneficia tanto a los que la consumen como a los que no. Que la sociedad en la que uno vive tenga un alto nivel educativo no sólo hace la convivencia más soportable, sino que nos enriquece a todos a través de una mayor productividad y creatividad. Tiene sentido, por tanto, que incluso quien no tiene hijos en edad escolar pague impuestos que subvencionen la educación de los hijos de otros. Obsérvese que este argumento justifica la educación pública con argumentos de eficiencia, no de equidad. No se trata, dicho crudamente, de subvencionar la educación de los pobres para compensar su pobreza, sino porque los hijos de los pobres tienen tanta probabilidad de ser inteligentes y trabajadores como los de los ricos; si sólo se educan los ricos, la educación se distribuye en la sociedad de manera poco eficiente. El utilizar la educación como un instrumento de nivelación es mucho más discutible; y en todo caso debe tenerse en cuenta que puede producir graves ineficiencias, como se están produciendo en España hoy.

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Volviendo al caso norteamericano, hay que añadir a lo anterior que, si bien las mejores instituciones educativas son privadas, no lo son totalmente, en el sentido de que también ellas están fuertemente subvencionadas. El Gobierno distribuye subvenciones no con criterios rígidos y disfuncionales (como el número de alumnos), sino atendiendo a la calidad de los centros y de los programas. También hay programas de ayuda especial a ciertos grupos y minorías, por supuesto. Pero no se trata aquí de imponer el modelo norteamericano, sino de tomar de él lo que convenga y de utilizarlo como campo de pruebas que nos ayude a razonar.

Si admitimos que el Estado debe intervenir en el campo educativo para suplir las imperfecciones del mercado, es decir, por razones de eficiencia económica, el corolario inmediato es que el Estado debe tratar la educación como una inversión, y guiarse por criterios de productividad. La disyuntiva "público o privado" se difumina entonces: lo importante no es si la institución subvencionada es pública o privada, sino si produce el debido rendimiento educativo. Ello nos lleva a una cuestión fundamental de la que, por desgracia, se habla poco: la inspección y la evaluación educativa.

Parece un poco incongruente pretender que se defiende la educación pública y seguidamente lamentarse de que la educación se convierta en una "carrera de obstáculos". En la medida en que la educación sea pública, debe ser como una carrera de obstáculos, y cuantos más, mejor. La inspección de los centros subvencionados, tanto públicos como privados, debe ser mucho más rigurosa de lo que viene siendo hasta ahora, y el Estado debería encomendarla en parte a organismos independientes, no a burócratas. Aunque las decisiones últimas se tomen a nivel político, deberían estar basadas en informes de inspección rigurosos realizados por expertos independientes. Y estos informes deberían ser hechos públicos, porque la sociedad tiene derecho a conocer la calidad de los centros educativos que subvenciona.

Naturalmente, el criterio más importante para evaluar la seriedad y profesionalidad de un centro educativo es la calidad de sus estudiantes, y la única manera de conocer ésta es por medio de exámenes, compuestos de pruebas justas, racionales y frecuentes. Deben ser frecuentes por una razón evidente: cuanto mayor es el tamaño de una muestra, menor es el margen de error. No debe dejarse que el destino de un estudiante se juegue a una sola carta. Cuantos más "obstáculos" haya en la carrera, más justa será la evaluación. El contenido y naturaleza de esos exámenes, así como los objetivos perseguidos en los planes educativos, es lo que se debe discutir, no su existencia.

Defendamos, por tanto, la educación pública. Pero seamos conscientes de que ello implica una inspección rigurosa y un sistema de evaluaciones frecuente. Lo contrario equivale a decir: "Dame dinero, pero no me pidas cuentas". En otras palabras, un despilfarro del erario y una perversión de la educación pública.

Gabriel Tortella, catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá, es actualmente profesor visitante en la Columbia University.

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