Columna

Mata árboles

Frente a la casa de mi niñez, en la plaza San Pío X, había un castaño de indias. Era un hermoso árbol más que centenario -doscientos o trescientos años- que yo amaba por la impavidez con la que soportaba el humo de los coches. Era un árbol sereno, hasta tal punto que su calma era contagiosa para los viandantes, que inconscientemente posaban durante unos segundos su mirada en las hojas verdes, descansando los ojos durante un instante, el tiempo que tarda en remontar el vuelo un gorrión. ¿Cuál era la función práctica del árbol? Supongo que, sencillamente, estar ahí, aguantando el paso del tiempo...

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Frente a la casa de mi niñez, en la plaza San Pío X, había un castaño de indias. Era un hermoso árbol más que centenario -doscientos o trescientos años- que yo amaba por la impavidez con la que soportaba el humo de los coches. Era un árbol sereno, hasta tal punto que su calma era contagiosa para los viandantes, que inconscientemente posaban durante unos segundos su mirada en las hojas verdes, descansando los ojos durante un instante, el tiempo que tarda en remontar el vuelo un gorrión. ¿Cuál era la función práctica del árbol? Supongo que, sencillamente, estar ahí, aguantando el paso del tiempo.

Por desgracia, un árbol no está considerado monumento de interés nacional, ni siquiera local. El hermoso castaño de indias, que lo había resistido todo, sufrió en sus entrañas la remodelación de la plaza, que incluía una especie de asfaltado de color rojo. La plaza quedó monísima, pero el castaño de indias, el auténtico protagonista de ese rincón de la ciudad, no pudo resistir la pulcra capa de asfalto que impermealizaba el suelo, atenazaba su tronco y ahogaba sus raíces. Acabó muriendo.

Este ejemplo es quizás demasiado sutil para ilustrar el talento de los mata-árboles. Desde un despacho, deciden cuándo es necesario eliminar tal o cual árbol, o un montón de ellos de una sola vez. A veces el vecindario se mosquea, pero la cosa no llega a mayores, porque todo se hace con sigilo, y porque un día, cuando los vecinos se levantan de su cama, el árbol, o los árboles, ya no están allí. Simplemente, han desaparecido. Nadie es tan ingenuo como para pensar que los han replantado. ¿Reciclaje? Esos árboles van directamente a la basura, suponen todos.

A veces, en lugar de los árboles anteriores, frondosos y con un largo pasado, plantan arbolitos finos, enclenques y tímidos, y seguramente eso les justifica, porque antes sólo había un árbol grande, y, sin embargo, ahora hay cuatro arbolitos pequeños. ¿De qué se queja? ¿Acaso no gana usted con el cambio? ¿Qué prefiere usted: el árbol, o el aparcamiento? Por supuesto, su opinión tampoco importa. Usted no hace nada para evitarlo, y se supone que está totalmente de acuerdo. Nadie se encadena a un árbol en Bilbao.

Ver un camión lleno de árboles que han sido arrancados de cuajo y que van camino a ninguna parte es un espectáculo triste. Uno se pregunta para qué sirvieron, y si solo llenaron por unos meses una callecita de la ciudad, como adornos de quita y pon, oropel urbano, simples deshechos orgánicos de una fagocitación metropolitana. Su destino, desde el principio, era ser arrancados el día en que el valioso suelo lo exigiera. Porque esos arbolitos, algunos de los cuales sustituyeron a otros mayores, son prescindibles.

Ése es el problema de ver la ciudad como si fuera una impecable maqueta, con gente en miniatura, y cochecitos, y arbolitos de plástico. Uno quita el arbolito de un lado y pone uno más pequeño con un movimiento de mano. Y si no, no pone ninguno, y aquí no ha pasado nada. ¿Usted se va a quejar? No, usted sólo puede limitarse a mirar el agujero con asombro.

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