Columna

Perros

Mucho antes de que dejara de creer en las ideologías absolutas, las que tienen justificación para todo, antes de que vislumbrara alguna fisura a aquella ideología comunista confusa de los diecisiete años que consistía en un póster del Che, un cursillo sobre Rosa Luxemburgo (que seguí con nulo aprovechamiento), un carné de las Juventudes Comunistas, unas cuantas canciones, la simpatía por Fidel, la chapa de Lenin, el libro Los días que estremecieron al mundo y el deseo abstracto pero firme de una sociedad más justa, mucho antes de que supiera que la puesta en práctica de ese mágico siste...

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Mucho antes de que dejara de creer en las ideologías absolutas, las que tienen justificación para todo, antes de que vislumbrara alguna fisura a aquella ideología comunista confusa de los diecisiete años que consistía en un póster del Che, un cursillo sobre Rosa Luxemburgo (que seguí con nulo aprovechamiento), un carné de las Juventudes Comunistas, unas cuantas canciones, la simpatía por Fidel, la chapa de Lenin, el libro Los días que estremecieron al mundo y el deseo abstracto pero firme de una sociedad más justa, mucho antes de que supiera que la puesta en práctica de ese mágico sistema había dado la espalda en demasiados casos a los derechos humanos justificando sus crímenes con un "era necesario"; antes de que supiera que cualquier sistema que no se adapte a las virtudes y miserias de la gente es inhumano, mucho antes de todo eso, algo me había chirriado en esa preciosa ideología que compartía con mis amigos y que daba sentido total a mi juventud. Lo que me chirrió fue el advertir que a los cubanos, exiliados en España desde que Fidel tomó el poder, debíamos llamarlos gusanos. Fue esa palabra, gusanos, la que hizo que saltaran las alarmas de aquella maraña ideológica. De pronto vi cómo mis amigos se referían al matrimonio que regentaba un restaurante al que solíamos ir como gusanos, aunque nos trataban siempre con exquisita y cálida amabilidad. Eran gusanos. Mis amigos pronunciaban la palabra con naturalidad, sin que les asaltara un asomo de duda. Pero a mí se me quebró algo. Algo íntimo me avisó de que un sistema que no sólo expulsa a sus adversarios, sino que los deshumaniza, que les niega la pertenencia a la misma especie, tiene una tara que ensucia cualquier ideal.

La alarma interior me saltó con solo dieciséis años. Y no fue ni la inteligencia ni la cultura lo que me hizo reflexionar. Tal vez el motor fuera la compasión. Compasión, esa palabra desdichada que en la actualidad tiene poco prestigio. Pero la compasión es lo que te ayuda a empatizar con el sufrimiento ajeno. Una sociedad sin compasión tiene una enfermedad fatal. La enfermedad que te permite gritarle a alguien en la calle "¡Perro, vete a tu país, español!" y que no se te caiga la cara de vergüenza.

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