Columna

Trasplantes de cara

Según un grupo de médicos británicos, antes de un año, acaso dentro de un semestre, será posible mudarse la cara. Tres equipos de cirujanos plásticos se afanan actualmente en ultimar algunos detalles para conseguir que el trasplante de rostro pase de la ciencia-ficción a la ciencia médica. Hasta ahora cambiar la cara requería muchos años de vida y de peripecias, pero estos doctores garantizan el recambio tras unas horas de quirófano, descritas minuciosamente en The Lancet.

Detrás de la operación quedará pues no sólo una apariencia, sino, como se admite, una proteica elaboración b...

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Según un grupo de médicos británicos, antes de un año, acaso dentro de un semestre, será posible mudarse la cara. Tres equipos de cirujanos plásticos se afanan actualmente en ultimar algunos detalles para conseguir que el trasplante de rostro pase de la ciencia-ficción a la ciencia médica. Hasta ahora cambiar la cara requería muchos años de vida y de peripecias, pero estos doctores garantizan el recambio tras unas horas de quirófano, descritas minuciosamente en The Lancet.

Detrás de la operación quedará pues no sólo una apariencia, sino, como se admite, una proteica elaboración biográfica. Con un nuevo rostro se encara de otra manera la existencia y se aprende a tratar y ser tratado desde un observatorio inédito. Sólo antes John Travolta, en Face Off, pasó por esta vertiginosa experiencia, pero ahora puede convertirse en la opción X-treme de la cirugía plástica. En lugar de actuar parcialmente con retoques aquí y allá, el repuesto integral del cutis; en lugar de seguir con psicoterapeutas para tratar de verse mejor, la revisión máxima.

El rostro hace las veces de un mascarón de proa y tras él desfila el argumento interior no siempre predecible. Algunas personas, mujeres especialmente, se ven excedidas por la belleza de sus facciones y sienten su vida demasiado condicionada por tal esplendor, pero otras, de birriosa figuración, padecen también formidables dificultades para hacerse conocer y entender. El problema del rostro justo ha recibido, sin embargo, una atención casi nula porque ofuscadamente se ha venido aceptando la cantinela de que cada cual llega a tener la cara que se merece. La falsedad de esta creencia se corresponde hoy con el derecho de cada uno a elegirlo todo, la cara incluida, una vez que ha escogido y corregido, por ejemplo, a la pareja y su sexo o se encuentra cerca de seleccionar el mejor gen para los descendientes.

Por el momento, el trasplante de rostro se dirigirá a accidentados de diferentes clases, pero ¿cómo no suponer que ricos, hartos de su aspecto o el de sus hijos compren rostros agraciados? Ahora bien, ¿rostros de muertos? Uno de los obstáculos que los especialistas atribuyen al éxito de esta técnica no es tanto el rechazo fisiológico como el rechazo psicológico. Injertarse el rostro de un difunto conlleva una decisión incomparable a todos los demás trasplantes. En el rostro se teje la asquerosa intimidad del otro y quién sabe cuántas secreciones disecadas más. No hay nada más personal que la cara y aun siendo sólo un amasijo de carne constituye un resumen desbordante. El trasplante, en efecto, no será tan sólo de piel, de grasa, de músculos y de vasos, sino de terminaciones nerviosas que nadie sabe hasta qué oscuros entresijos han podido llegar. Con un órgano cualquiera nos hacemos parte de un sujeto pero con la cara nos sujetamos a él.

El grupo de doctores encabezados por Peter Buttler y Shehan Hettiaratchy explican, además, que el rostro resultante no será del todo idéntico al del donante. La masa que se transporta de uno a otro se acopla como un guante elástico sobre la escultura ósea del superviviente y de esta manera la apariencia del individuo final es una hibridación entre el muerto y el vivo. Posee, paradójicamente, del cadáver lo carnoso y del viviente la calavera. El trasplantado recibe el bulto sangrante pocas horas después de la otra muerte y, sin dejar que las células se extingan, ampara con sus nutrientes la ocasión para que esa cara continúe riendo, asombrándose, emitiendo bostezos y señales intraducibles.

El tiempo de trabajo en el quirófano no superará al de cualquier otra intervención de su clase, pero ¿cuánto tiempo necesitará la cara para hacerse cargo de su nuevo habitante y al revés? ¿En cuánto, además, esta nueva emigración de rostros afectará a la idea de identidad, cada vez más cuarteada y vacilante? O bien: ¿hasta qué punto este paso de la medicina no viene precisamente a satisfacer el fuerte anhelo de ser más de uno dentro de una cultura que se impacienta con la univocidad del proceso histórico y sólo se contenta con las mil caras de la actualidad?

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