Columna

El gozo de la caza

Está documentado en los libros de historia que hacia 1955 Francisco Franco sucumbió como en ningún otro momento de su cinegética biografía, a la pasión de la caza. El general estaba por entonces en la provincia de Jaén, la tierra de sus consuegros, y fue allí donde se entusiasmó tanto con la generosa presencia de ciervos y corzos, jabalíes y otras alimañas, que se olvidó por completo de que las horas pasaban, y los días y las semanas, y nadie era capaz de predecir cuándo habrían de terminar aquellas largas jornadas de rifles y atardeceres, de almuerzos en el campo y de muchos otros instantes d...

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Está documentado en los libros de historia que hacia 1955 Francisco Franco sucumbió como en ningún otro momento de su cinegética biografía, a la pasión de la caza. El general estaba por entonces en la provincia de Jaén, la tierra de sus consuegros, y fue allí donde se entusiasmó tanto con la generosa presencia de ciervos y corzos, jabalíes y otras alimañas, que se olvidó por completo de que las horas pasaban, y los días y las semanas, y nadie era capaz de predecir cuándo habrían de terminar aquellas largas jornadas de rifles y atardeceres, de almuerzos en el campo y de muchos otros instantes de placer.

Concretan los historiadores que por aquel tiempo se agolpaban en el palacio del Pardo los expedientes que urgían la rúbrica del general, su simple mirada, su firme negativa o su cautelosa aprobación. Sobre la vasta mesa de Franco crecían y crecían los expedientes atados con balduque, los rutilantes papeles timbrados y las peticiones de gracia o de castigo. El monto de aquellos documentos llegó a ser tan escandaloso, y los días de ausencia tan largos e indefinidos, que se cuenta que uno de los ministros -un suicida- se atrevió a bisbisearle a Franco acerca de la conveniencia de poner fin a la interminable cacería, volver a Madrid y tomar nota de tantos asuntos pendientes.

No sé si aquel ministro fue cesado aquel mismo día o unas fechas más tarde, pero lo cierto es que su previsible inmolación causó algún efecto porque Franco regresó a Madrid unos días después, acaso malhumorado, y abordó el tedio de las firmas y los sellos, y así la máquina estatal volvió a caminar, aun morosamente, y es obvio que aquel ministro suicida no fue Fraga, entre otras cosas porque el político de Lugo alcanzó la púrpura unos años después. Pero sí que es Manuel Fraga, sin embargo, hoy recuperado para la democracia y elegido por abrumadoras mayorías, el cazador que se olvidó de que las costas de su jurisdicción ennegrecían de fuel y de catástrofe. Bajo los árbolesy el canto de los pájaros, olvidó Fraga que mientras él cazaba y cazaba, muchos de sus votantes ya no tenían nada que pescar.

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