Columna

Aquello

Las fechas de los cultos políticos cambian inexorablemente si los avatares que los rodean propician vaivenes de entidad. Que cada confesión, creencia o movimiento político genera sus propios iconos, y, con ellos, días conmemorativos de efemérides resulta tan propio y privativo que cuando una fecha concita el reconocimiento de su valor denotativo de manera generalizada o es que se ganó un lugar cómodo o es que perdió lo esencial de su entidad para convertirse en fiesta laboral remunerada. A veces, incluso, las fechas que concitaban ardores políticos contradictorios pierden su sentido y, simplem...

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Las fechas de los cultos políticos cambian inexorablemente si los avatares que los rodean propician vaivenes de entidad. Que cada confesión, creencia o movimiento político genera sus propios iconos, y, con ellos, días conmemorativos de efemérides resulta tan propio y privativo que cuando una fecha concita el reconocimiento de su valor denotativo de manera generalizada o es que se ganó un lugar cómodo o es que perdió lo esencial de su entidad para convertirse en fiesta laboral remunerada. A veces, incluso, las fechas que concitaban ardores políticos contradictorios pierden su sentido y, simplemente, mueren en el olvido.

Algo así le ha ocurrido al 20-N, literalmente la fecha en que oficialmente murió Franco (curiosamente la misma en que se fusiló a José Antonio Primo de Rivera en 1936), que o bien no reúne más que una minoría de nostálgicos del personaje y de su dictadura en actos religiosos y en reuniones casi privadas o es utilizada por minoritarias siglas ancladas en un antifascismo confuso, arcaico y por otra parte adscrito al radicalismo de extrema-izquierda, libertario o autoritario, para gritarle al gobierno de turno, a las fuerzas de orden público o a quienes no ven peligro alguno de vuelta del fascismo.

Minimizada la fecha, desposeída de su verdadero significado -la muerte del general abre la transición-, la relativización de la fecha contagia a la correspondiente del régimen autoritario del general Franco y, las dos, acaban arrojando un saldo de lejanía y de irrealidad sobre aquella triste experiencia de modo que las nuevas generaciones nos miran entre incrédulas y divertidas a quienes les explicamos cuáles eran las claves y la verdadera naturaleza de los casi cuarenta años de empeño en eliminar, castigar, perseguir y cuando menos ridiculizar -por este orden o cualquier otro-, soberanía popular, libertades públicas, pluralismo, seguridad jurídica, partidos políticos, libertad sindical, asociacionismo libre, los derechos lingüísticos de los usuarios de lenguas diferentes a la castellana... dignidad de hombres y mujeres libres, autogobierno de nacionalidades y regiones y, en fin, todo aquello que ahora forma parte de la normalidad constitucional.

El franquismo, lejos de ser fruto de una intención correctora del rumbo político que España había tomado en los años treinta, convirtió la revolución proletaria en pretexto para eliminar todo aquello que recordase a la modernidad y al imparable proceso hacia la libertad y la igualdad. Encarceló a quien se le opuso y no sólo a quienes hizo responsables de la revolución. Destiló un modelo político piramidal que convertía en inimputable al general y diseñó una eficaz red de control social y policial de cuanta disidencia osase aparecer.

Cuando, ingenuos, muchos jóvenes de las postrimerías del franquismo decidimos alinearnos en la abierta oposición a la miseria intelectual y política del régimen, éste aun tuvo la desvergüenza de tratarnos como si hubiésemos sido combatientes vencidos del bando republicano imponiéndonos castigos ejemplares para escarmiento de otros y humillación de nuestras familias. Olvidarse de que el 20-N fue el fin de aquello, no nos va a ir nada bien a quienes, por ejemplo, Benito Sanz recupera del fondo de esta ataraxia democrática en su reciente libro de Rojos y demócratas. La oposición al franquismo en la Universidad de Valencia. 1939-1975. Y, en lo personal, sin Franco yo habría sido un liberal moderado, y notario.

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