Columna

Sin fronteras

Imaginé que España no existía. Que los nacionalistas vascos, amparados en su doble fe en la etnia y en el Señor, habían logrado sus objetivos emancipatorios, y, lo que es más prodigioso, que habían persuadido a los no nacionalistas allí residentes de la bondad de sus planteamientos. Imaginé que Cataluña era un estado libre asociado en vías de secesión amistosa. Y que Galicia se desvinculaba de España al tiempo que urdía una pacífica y cultural 'enosis' con el vecino portugués. Imaginé, en fin, una gran confusión en Navarra, una independencia de facto en Canarias y Baleares, la aprobación de un...

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Imaginé que España no existía. Que los nacionalistas vascos, amparados en su doble fe en la etnia y en el Señor, habían logrado sus objetivos emancipatorios, y, lo que es más prodigioso, que habían persuadido a los no nacionalistas allí residentes de la bondad de sus planteamientos. Imaginé que Cataluña era un estado libre asociado en vías de secesión amistosa. Y que Galicia se desvinculaba de España al tiempo que urdía una pacífica y cultural 'enosis' con el vecino portugués. Imaginé, en fin, una gran confusión en Navarra, una independencia de facto en Canarias y Baleares, la aprobación de una autonomía muy ambiciosa en tierras andaluzas y aragonesas y un referéndum en marcha en la Comunidad Valenciana.

Acepté como hipótesis toda esa ebullición telúrica y me pregunté: ¿qué trato tendríamos con ese magma nuevo quienes, respetuosa y tal vez ingenuamente, creíamos en la viabilidad de una España unida y cuasifederal? En un principio, me dejé llevar por la melancolía y el estupor, también por la confusión, pero poco a poco me fui tranquilizando. Caí en la cuenta de que tan intensa revolución territorial no podía poner en juego unas pocas evidencias: la primera, que aquende los Pirineos existe un mundo llamado Iberia que, al margen de sus lindes y beligerancias, ha condimentado una cultura pluriversa que, pase lo que pase, seguirá siendo la de los cincuenta y dos millones de hispanos y lusitanos y la de los quinientos cincuenta millones de americanos y africanos que hablan dos de los cinco idiomas ibéricos. La segunda obviedad fue ésta: pase lo que pase con los repartos territoriales de la vieja Iberia de los latinos y los godos, los judíos, cristianos y musulmanes, es obvio que seguiremos frecuentando las tabernas de Euskadi, los museos de Madrid, las calles de Barcelona y de Sevilla, la plaza del Obradoiro, los poemas de Ausias March y los diarios de Josep Plá. Pase lo que pase, me dije, seguiré siendo lo que descubrí en Lisboa, hace muchos años, cuando acudí a vivir la revolución de los claveles. Lo aprendí en la calle y después en los libros de Fernando Pessoa: que somos ibéricos y que, entre nosotros, abajo las fronteras.

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