Columna

La causa

Decía yo que la Universidad estaba en crisis. Y no pensaba tanto en los problemas estructurales que aquejan a la enseñanza superior como en la sensación de amuermamiento que parecían transmitir los campus universitarios. Siempre lo atribuí a la ausencia de causas capaces de ilusionar, movilizar o encender una revolución. James Dean lo conseguía en el cine porque el celuloide lo aguanta todo, pero es prácticamente imposible ser rebelde sin tener una triste causa que llevarse a la boca. En cambio, para los que conocimos la Universidad de los años setenta fue realmente fácil. Los campus hervían c...

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Decía yo que la Universidad estaba en crisis. Y no pensaba tanto en los problemas estructurales que aquejan a la enseñanza superior como en la sensación de amuermamiento que parecían transmitir los campus universitarios. Siempre lo atribuí a la ausencia de causas capaces de ilusionar, movilizar o encender una revolución. James Dean lo conseguía en el cine porque el celuloide lo aguanta todo, pero es prácticamente imposible ser rebelde sin tener una triste causa que llevarse a la boca. En cambio, para los que conocimos la Universidad de los años setenta fue realmente fácil. Los campus hervían con el fuego que atizaban los vientos de cambio y aquellos vapores, con apenas 20 años, nos hacían sentir protagonistas de nuestra historia.

Es verdad que a veces volvías a casa con algún que otro moretón en las costillas, pero por nada del mundo habría renunciado a respirar aquel ambiente de agitación que te encendía la sangre. Hace un par de días escuché en un bar de Moncloa una conversación entre cuatro estudiantes de la Complutense. No fue casualidad, afiné intencionadamente el oído al percibir, por el tono de sus palabras, que había alguna motivación por la que parecían dispuestos a armarla. Mi curiosidad por conocer cuál podía ser el móvil que tanto enardecía aumentó cuando oí pronunciar en términos extremadamente críticos el nombre de algunos políticos, y más en concreto el de Ruiz-Gallardón. Había que retroceder veinte años para recordar un precedente de apasionamiento político en el marco universitario.

No imaginaba qué causa podía haber sacudido la calma chicha que con carácter endémico imperaba en los campus. La respuesta a tal interrogante superó ampliamente mi capacidad de sorpresa; defendían el botellón. Esos cuatro muchachos estaban planeando una estrategia para plantarle cara a la ley seca decretada por la Comunidad de Madrid. No iban de broma, hablaban de movilizar a miles de estudiantes, practicar a tumba abierta la desobediencia civil y torcer el brazo del presidente regional. El campo de batalla que habían escogido no eran las plazas del Dos de Mayo o Barceló, que, cada fin de semana, eran literalmente tomadas por una masa de jóvenes sedientos. Tampoco pensaban invadir las callejuelas de Malasaña, donde últimamente montan los llamados botellines, una versión discreta del festival alcohólico en grupos reducidos. El escenario seleccionado era la Ciudad Universitaria y, más concretamente, la explanada de la Almudena. Situado junto a los colegios mayores, este espacio calificado de zona deportiva reúne cada sábado a más de cuatro mil jóvenes que se pasan la ley antibotellón por donde ustedes se pueden imaginar. De su decidida violación de la norma dan buena cuenta al alba las toneladas de bolsas, vasos de plástico y cascotes que alfombran aquella inmensa pista. Por el momento, nadie quiere comerse este fenomenal marrón y tanto la dirección de la Complutense como el Ayuntamiento escurren el bulto. El rectorado entiende que aquélla es una zona deportiva pública y de libre acceso, mientras la Policía Municipal lo considera un recinto privado ajeno a sus competencias.

En ese clima de confusión, la Almudena se afianza como el gran botellódromo de Madrid, muy aventajado frente a otros espacios rivales como el Lago de la Casa de Campo, la zona del Alto de Extremadura y los parques del Oeste, Almansa o el de Berlín. Por si fuera poco y, aunque varios directores de colegios mayores se hayan quejado de la invasión beoda, a muchos de sus alumnos les parece estupendo disponer de un gran espacio para el desmadre tan próximo a sus lugares de residencia. Una especie de parque temático del alcohol, donde pueden apurar hasta el último chupito y regresar al amanecer dando tumbos, sin necesidad de coger el coche o el transporte público. El Gobierno regional sostiene que las borracheras han descendido un 16% desde que entró en vigor la ley seca, pero saben que, aunque con ciertas reubicaciones que calmaron las protestas vecinales, la transgresión es generalizada. La Universitaria es, al día de hoy, el más clamoroso ejemplo. Hubo un tiempo allí en que la policía corría a palos a los estudiantes que clamaban libertad. Era la épica de aquellas revueltas, algo que no se merece una causa tan pobre como el botellón.

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