Columna

Antiamericanismo

En la tarde del 11 de septiembre de 2001, una mujer que escapaba despavorida de los escombros de las Torres Gemelas nos preguntaba atónita ¿por qué nos odia todo el mundo? Desde entonces esa interrogación alimenta el debate sobre el papel, positivo / negativo, de EE UU en el mundo. Según una encuesta del International Herald Tribune, dirigida el pasado diciembre a los líderes mundiales de la opinión, el 90% de los americanos interrogados consideraba que la riqueza y el poder de su país eran la causa de la aversión exterior que se les profesaba, mientras que para la gran mayoría de los n...

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En la tarde del 11 de septiembre de 2001, una mujer que escapaba despavorida de los escombros de las Torres Gemelas nos preguntaba atónita ¿por qué nos odia todo el mundo? Desde entonces esa interrogación alimenta el debate sobre el papel, positivo / negativo, de EE UU en el mundo. Según una encuesta del International Herald Tribune, dirigida el pasado diciembre a los líderes mundiales de la opinión, el 90% de los americanos interrogados consideraba que la riqueza y el poder de su país eran la causa de la aversión exterior que se les profesaba, mientras que para la gran mayoría de los no americanos, el unilateralismo de la política exterior y el agresivo egoísmo de su acción económica, eran la verdadera razón de la hostilidad hacia Norteamérica. A lo largo de 2002, la mantenida posición proisraelí de su Gobierno y su anunciada guerra contra Irak han contribuido a avivar la polémica.

En Francia, el nuevo curso político se ha iniciado bajo ese signo y una serie de publicaciones lo han relanzado. La más consistente es el libro de Ziauddin Sardar y de Merryl Wyn Davies Why do people hate America? (Icon Books Ltd., Cambridge 2002) en el que presentan un inventario de las causas más determinantes vistas desde fuera aunque los americanos desde dentro, se obstinen en no verlas. En primer lugar, la relación de Zoltan Grossman sobre las intervenciones militares USA desde 1890 a 2001, que censa 134 acciones bélicas en 53 lugares distintos, récord no superado por ninguna otra potencia mundial, que Johan Galtung (Searching for Peace, Photo Press, London 2002) analiza con brillantez. Luego la oposición, no por conocida menos inaceptable, de EE UU a todas las iniciativas de la ONU tendentes a crear un marco jurídico-institucional mundial: Convención (1989) sobre la infancia, Tratado sobre la prohibición de minas antipersonales (1990), Inclusión (años 1982 y 1983) del derecho a la educación, al trabajo y a la ayuda sanitaria entre los derechos humanos; la declaración (1999) sobre el derecho a una alimentación correcta; la campaña contra la Corte Penal Internacional (1998-2002). Sin olvidar su constante batallar contra el Protocolo de Kioto y su pretendida sustitución por el mecanismo cap and trade que haría que EE UU pudiese aumentar en 33% su capacidad polucionadora; así como su negativa a que se incluyan en el Tratado de Protección a la Propiedad Intelectual (TRIP) los recursos y saberes de los pueblos indígenas y su rechazo al principio de precaución en el convenio sobre la diversidad biológica. Todos estos comportamientos, unidos a la práctica de sanciones -sólo en 1998 las impusieron a 75 países representando el 52% de la población mundial- y a su política económica con los países del Sur -aranceles elevadísimos para el arroz, el azucar, el café, los cacahuetes- con la única razón de que es lo que conviene a EE UU, no puede menos de suscitar una muy amplia repulsa. Hubiera sido deseable oponer a esta requisitoria una fundada impugnación desde el otro lado. Desgraciadamente, el libro L'obsession antiaméricaine de Jean-François Revel yerra la diana. El eficaz panfletario de Pour l'Italie (1968) y de Comment les démocraties finissent (1983) se encierra en su obsesión liberal-conservadora y se queda mucho más corto que en su primera salida en Ni Marx ni Jesús. En sus propias palabras, la principal razón de ser del antiamericanismo es la de ennegrecer el liberalismo en su encarnación suprema: los USA. Para él, la gran revolución del siglo XX fue la revolución liberal que Nixon y Reagan, al liberar la economía de la férula estatal, lograron elevar a su punto máximo. Apoyado en esa convicción, Revel pasa revista a algunas de las acusaciones formuladas contra EE UU -imperialismo político, inseguridad ciudadana, ineficacia de los servicios públicos, violencia, insuficiencias de la sanidad, etcétera-, para refutarlas en un apasionado ejercicio de autodenigración francesa, alegando que, en cualquier caso, la situación en Francia es peor. Desgraciadamente, esta práctica patriomasoquista deja incólume todo el argumentario antiamericano y no alude al núcleo capital de cómo recuperar para la causa de la paz a la democracia americana y su enorme dinamismo social.

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