LA SITUACIÓN EN EL PAÍS VASCO

Por el órdago al vértigo

Es preciso dominar la emoción y releer a un gran vasco que se llamó Miguel de Unamuno, en especial aquellos artículos que escribió tan sólo días antes de que estallara la Guerra Civil. El panorama que veía ante sus ojos inquietaba al escritor profundamente, hasta la tragedia íntima. No oteaba esperanzas porque ni siquiera en los temblores revolucionarios que otros percibían en el horizonte veía otra cosa que 'teatralidad' y 'representación de un cambio', y no renovación o recreación de un pueblo. Un párrafo en el último texto que salió de su pluma, tan sólo dos semanas antes del inicio de la c...

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Es preciso dominar la emoción y releer a un gran vasco que se llamó Miguel de Unamuno, en especial aquellos artículos que escribió tan sólo días antes de que estallara la Guerra Civil. El panorama que veía ante sus ojos inquietaba al escritor profundamente, hasta la tragedia íntima. No oteaba esperanzas porque ni siquiera en los temblores revolucionarios que otros percibían en el horizonte veía otra cosa que 'teatralidad' y 'representación de un cambio', y no renovación o recreación de un pueblo. Un párrafo en el último texto que salió de su pluma, tan sólo dos semanas antes del inicio de la contienda, no tiene desperdicio. Se refiere, por descontado, no a un sector de los enfrentados en 1936, sino a ambos y a la vez. Dice así: 'Y no se habla de ideología, que no hay tal. No es sino barbarie, zafiedad, soecidad, malos instintos y, lo que es -para mí, al menos- peor, estupidez, estupidez, estupidez'. Puede parecer demasiado dramático, pero la ilegalización de Batasuna parece haber embarcado a la política vasca -y a la española en general- en una espiral de órdagos. Por fortuna, hay en ellos mucho de esa teatralidad que Unamuno creía percibir en 1936, pero no debe olvidarse que también de aquellos gestos (y de la falta de reflexión que demostraban) derivó el vértigo de la confrontación civil.

Cada una de las tomas de posición puede explicarse de modo individual atendiendo a las razones de quien la ha lanzado sobre el tapete. Se comprende la ilegalización de un partido que ha dado tantas pruebas de identificación con el terrorismo, por más que sea un exceso el calificativo de 'nazis' aplicado a sus miembros por una jerarquía de la justicia como el fiscal del Estado. Pero se debe entender también el hecho real de la distancia existente entre el juicio de la sociedad vasca y el de la española sobre la cuestión. Se comprende que un partido ilegalizado no pueda convocar manifestaciones siquiera sea a través de la interposición de sus dirigentes como particulares. Pero se tiene que entender que un Gobierno que no esté de acuerdo con la medida de ilegalización, consciente de que tampoco lo está la sociedad que le sostiene, actúe con prudencia en el momento de disolverla. Se comprende que un partido ilegalizado no pueda disponer de los recursos que le concede la existencia de un grupo parlamentario. Pero se tiene que entender también que se sienta como una invasión de la soberanía popular que la determinación de un juez se imponga a un Parlamento. Añádase a todo ello un galimatías jurídico que ni siquiera los expertos parecen capaces de descifrar de manera clara. Y súmense los gestos, repetidos una y otra vez, muecas que pretenden atemorizar y que no logran, en el espejo del rostro adversario, sino multiplicar la teatralidad. El resultado de conjunto es, de nuevo, zafiedad y estupidez. Conocemos el título de la obra puesta en escena: se llama confrontación civil y, a base de representarla, puede ser que acabemos viéndola convertirse en realidad definitiva. Se podría pensar que tampoco hay tantos motivos de preocupación: a fin de cuentas, forma parte esencial de la política este género de exhibicionismos. Pero a menudo son peores los intelectuales: lo afirmado sobre la 'ikurriña' por Juaristi, un excelente escritor, es, además de innecesario, una provocación intolerable. Por el momento, los únicos con motivos para el regocijo, en el preámbulo de la función, son quienes se ubican en el entorno del terrorismo.

¿Será preciso, una vez más, decir que al vértigo de los órdagos sucesivos le podría sustituir el diálogo? Claro está que se puede no hablar, ni siquiera entre los pocos dispuestos a ello: así sucedió en 1936, con las consecuencias conocidas. ¿Habrá que repetir que las cuestiones derivadas de la divergencia política no se resuelven por procedimientos de técnica jurídica, por sofisticados que pretendan ser? ¿Será necesario recordar que, si aumenta el número de decibelios en las respuestas, no crece la claridad sino la confusión? Urge que quienes pueden y están obligados a ello por su función de políticos hagan lo primero que les corresponde: hablar.

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