Tribuna:

Las últimas noticias sobre la Convención Europea

No estoy seguro de que la descripción de los trabajos de la Convención Europea resulte divertida. Las sesiones son largas, y los argumentos, a menudo repetitivos. La prensa escrita rinde cuenta de ello en sus páginas especializadas. Pero los grandes medios audiovisuales le dedican poco espacio porque -al menos hasta ahora- no se ha producido ningún enfrentamiento violento ni ha habido escándalo público alguno.

Sin embargo, me parece que las ciudadanas y los ciudadanos de Europa no deberían desinteresarse de lo que sucede en la Convención. En ella se juega su futuro personal.

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No estoy seguro de que la descripción de los trabajos de la Convención Europea resulte divertida. Las sesiones son largas, y los argumentos, a menudo repetitivos. La prensa escrita rinde cuenta de ello en sus páginas especializadas. Pero los grandes medios audiovisuales le dedican poco espacio porque -al menos hasta ahora- no se ha producido ningún enfrentamiento violento ni ha habido escándalo público alguno.

Sin embargo, me parece que las ciudadanas y los ciudadanos de Europa no deberían desinteresarse de lo que sucede en la Convención. En ella se juega su futuro personal.

'Su Convención tiene en sus manos la suerte global de Europa', me dijo Romano Prodi durante nuestra primera entrevista. Y creo que tiene razón. Si, nosotros, tras un año de esfuerzos, no conseguimos ponernos de acuerdo sobre una solución realista y razonablemente audaz para los problemas a los que se enfrenta la gran Europa del siglo XXI, no veo muy bien quién podrá hacerlo. En ese caso, la Unión Europea se desplazaría lentamente, con o sin sacudidas, hacia una organización regional de Naciones Unidas, que se vería presionada por dos tendencias opuestas: la de hacer funcionar un gran mercado y la de conservar unos regímenes de protección social y de deducción fiscal muy diferentes. Le tranquilizará sentirse protegida por el paraguas de la OTAN, aunque el centro de influencia se desplace hacia otras zonas del mundo. Sí, la Convención Europea es, a su modesta manera, la última posibilidad de una Europa unida.

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A menudo, en el estrado desde el que presido, flanqueado a un lado por los dos excelentes vicepresidentes, Giuliano Amato y Jean-Luc Dehaene, y, al otro, por el notable equipo de la Secretaría General, me digo que el espectáculo que se desarrolla ante mis ojos no difiere mucho del que pintó David en la Sala del Juego de Pelota, con motivo del famoso juramento, o del que tuvo lugar, de mayo a septiembre de 1787, en el Salón de la Independencia de Filadelfia. Es el espectáculo de un grupo de hombres y mujeres, como tantos otros, a los que las vicisitudes de la historia les han impuesto buscar y establecer las reglas que permitan que su sociedad se organice en torno a unas bases justas y duraderas. Esto establece entre ellos, aunque no se den cuenta, una fuerte solidaridad, ya que se enfrentan a un éxito o a un fracaso común. Y compartirán las alabanzas o los reproches.

La sociocultura de la Convención:

La Convención Europea está formada por 105 miembros, a los que se añaden 102 suplentes. Provienen de los 15 Estados miembros de la Unión y de los 13 Estados que aspiran a formar parte de ella. Han sido designados por cuatro estructuras: los gobiernos (28 representantes), los parlamentos nacionales (58 representantes), el Parlamento Europeo (16 representantes) y la Comisión Europea (2 representantes), a los que hay que añadir el presidente y los dos vicepresidentes.

Es, pues, un conjunto heterogéneo que representa la realidad de modo imperfecto, ya que no tiene en cuenta ni la diversidad demográfica (todos los Estados tienen el mismo número de representantes) ni el peso económico. El Consejo Europeo de Laeken eligió esta composición intencionadamente.

En cuanto a la selección de sus miembros, la Convención presenta una clara preponderancia masculina. Las mujeres son minoría, pero compensan esta situación de inferioridad numérica con la fuerte personalidad de algunas de ellas.

Las modalidades de designación han desembocado en la creación de tres corrientes en la Convención: la corriente 'bruselense', compuesta por los representantes de la Comisión y del Parlamento Europeo. Se sienten a gusto con el sistema. Disponen en Bruselas de colaboradores, despachos y de una logística. Tienen frecuentes ocasiones para reunirse y ya han trabajado con los expedientes que debe abordar la Convención. Se han preocupado, de forma prioritaria, por los problemas institucionales.

La segunda corriente es la de los diputados nacionales. Son mayoritarios en número (56 sobre 105), pero, al principio, su participación en la Convención fue la más difícil. De origen heterogéneo, proceden de los distintos Estados -miembros o candidatos- de la Unión. En Bruselas no cuentan ni con colaboradores ni con medios de trabajo, aunque se hayan realizado esfuerzos para proporcionárselos. Muchos de ellos carecían de experiencia europea previa.

La tercera corriente es la de los representantes de los gobiernos. A menudo han desempeñado importantes funciones en Europa o en su país: presidente de la Comisión Europea, primeros ministros, ministros de Asuntos Exteriores o ministros de Asuntos Europeos. Su situación conlleva cierta ambigüedad: ¿participan en los trabajos e interrogantes de la Convención a título individual o expresan el punto de vista de los gobiernos que les han nombrado? Tras una primera vacilación, me parece que se ha afirmado su carácter de 'miembro de la Convención'. Se les escucha con atención, pues todos ellos son conscientes de que las propuestas de la Convención -o, mejor dicho, bien la propuesta de la Convención- serán sometidas a la valoración crítica de los Gobiernos con vistas a su adopción final.

Tanto unos como otros, con pocas excepciones, son cargos electos y pertenecen al ámbito político. Tienen la costumbre de trabajar en proyectos de ley y su cultura les lleva a interesarse por los problemas institucionales, es decir, por la organización de los poderes. Están, en cierto modo, alejados 'estructuralmente' de los problemas de los ciudadanos que, según las encuestas de opinión que usamos en nuestro trabajo, están mucho más interesados por los 'resultados' de la acción de la Unión Europea relativos a la eficacia, sencillez y transparencia, que por las mejoras que se puedan aportar a su maquinaria interna.

Para reducir esta diferencia entre el planteamiento de los miembros de la Convención y lo que esperan los ciudadanos, he insistido en la importancia de la fase de escucha, que hemos desarrollado durante cuatro meses y que acaba de finalizar con la audición de los jóvenes de la Convención y con un primer debate sobre el lugar que ocupa Europa en el mundo.

Lo que nos ha enseñado la fase de escucha:

Por su composición, la Convención anticipa la Europa ampliada. Y funciona bien. Aunque las negociaciones de adhesión sigan en curso y la firma y ratificación de los tratados esté aún por llegar, la actitud común de los integrantes de la Convención, tanto de los Estados miembros como de los Estados candidatos, es la de pertenecer a una misma Europa, compartir la misma visión y plantearse las mismas cuestiones.

Hay dos observaciones referentes a lo que no hemos oído.

Tal y como figura en nuestra Convención, nadie se ha declarado en contra de la ampliación. Ninguna voz se ha alzado en contra.

En segundo lugar, nadie ha propuesto dar marcha atrás en el desarrollo de la construcción europea. Ni siquiera lo han planteado los euroescépticos, que, para ser sinceros, están infrarrepresentados debido al modo de designación de los miembros de la Convención. Las líneas directrices del desarrollo de la Unión Europea durante los últimos años del siglo XX, la puesta en marcha del mercado único, la voluntad de hacer que la economía europea sea más competitiva e incluso la introducción del euro, no han sido objeto de críticas, aunque hayamos escuchado ciertas advertencias sobre la economía social de mercado y el papel de los servicios públicos.

Para finalizar, una última y singular observación: no hemos oído ninguna petición sobre la ampliación de las competencias comunitarias en el plano interno de la Unión. Las únicas solicitudes se refieren a las competencias relacionadas con el exterior. Aunque hemos hablado mucho acerca de la necesidad de una mayor eficacia en el ejercicio de las misiones de la Unión en lo que respecta al espacio de libertad, seguridad y justicia, así como a la actuación de Europa en el mundo, no hemos oído solicitudes de ampliar las competencias comunitarias 'clásicas' en el plano interno de la Unión. Cuando hemos hablado de política social, nunca se han solicitado 'nuevas competencias' para la Unión. Esto supone un cambio considerable con respecto al clima que reinaba durante la Conferencia Intergubernamental previa al Tratado de Maastricht. Deberíamos tenerlo en cuenta.

Por el contrario, otras demandas se han expresado con fuerza. En primer lugar, la enorme necesidad de simplificación y de legibilidad. Con el transcurso de los años, y tras sucesivos tratados y ampliaciones, el sistema europeo, relativamente sencillo en su origen según los términos del Tratado de Roma, se ha vuelto incomprensible para el ciudadano de a pie. Nadie sabe exactamente quién hace qué ni identifica claramente cómo se toman las decisiones. De ahí la disminución de la confianza de los europeos en el 'sistema de Bruselas' y el aumento de la abstención en las elecciones.

La tentación natural, debido a la propia composición de la Convención, es interpretar estas peticiones en términos institucionales. Muchos han llegado a la conclusión de que las instituciones a las que pertenecen -el Parlamento Europeo o los parlamentos nacionales- deberían desempeñar un mayor papel. Sin duda es cierto para ambos organismos, pues una mayor transparencia puede requerir un aumento del papel de ambas instituciones y no forzosamente de una en detrimento de la otra. En cualquier caso, dicha necesidad de simplificación constituye una demanda en sí,sea cual sea su traducción a nivel institucional.

La demanda de simplificación ha alimentado una tendencia, cuyo crecimiento he podido comprobar a medida que celebrábamos nuestras sesiones: el reconocimiento casi general de que la Convención debe trabajar para conseguir una propuesta coherente de conjunto. Los miembros son conscientes de que, cuando acabe su mandato, la Convención debe proponer la futura Constitución de Europa -o Tratado Constitucional-, respondiendo, sin prejuicios ni tabúes, a todas las cuestiones detectadas durante la fase de escucha. Esta Constitución europea adoptará jurídicamente la forma de un Tratado, ya que son los Estados quienes deberán firmarla. Pero nos veremos obligados a plantearnos cómo podría espresarse el apoyo popular a este proyecto. Se puede considerar vincularlo a las elecciones europeas de la primavera de 2004.

En segundo lugar, la demanda de una menor introspección. Los padres fundadores de los años cincuenta estaban centrados en las cuestiones internas: su objetivo era poner fin a los conflictos internos de Europa, reconstruir las economías destruidas y afirmar valores comunes. Hoy en día, debido a la globalización, los miembros de la Convención y la sociedad civil piden una mayor presencia de Europa en el mundo para defender esos valores comunes, así como un sistema de seguridad más coherente para protegerla de las nuevas amenazas exógenas, como el terrorismo, la criminalidad transfronteriza o la inmigración ilegal.

La tentación de muchos miembros de la Convención sigue siendo, también en este caso, la de interpretar estas peticiones en términos institucionales: el voto por mayoría cualificada o la elección del presidente de la Comisión por parte del Parlamento Europeo... Pero parece que la opinión pública está más preocupada por los resultados que por el procedimiento. El juicio sobre las propuestas de la Convención en estos ámbitos se basará en su eficacia práctica. Por su parte, las adaptaciones institucionales, en cuanto tales, han tenido escaso eco.

Las próximas orientaciones de nuestros trabajos:

Sería prematuro querer sacar conclusiones detalladas. Quienes nos urgen a avanzar, aunque a menudo lo hagan de buena fe, se equivocan en la forma de hacerlo. No se trata de volver a abrir precipitadamente antiguos debates, como la controversia entre federalistas e intergubernamentales o la rivalidad entre la Comisión y el Consejo, que se estrellaron contra los escollos de Amsterdam y Niza, sino de hacer que el grupo avance para ver si puede descubrir, al final del camino, una solución global común.

No obstante, de esta fase de escucha ya han surgido algunas orientaciones.

En primer lugar, la necesidad urgente de simplificación y claridad conduce lógicamente a un texto constitucional que defina a la vez los valores de la Unión, sus objetivos y sus medios, así como el papel y las respectivas responsabilidades de las distintas instituciones. Para que avancen estas propuestas, hemos establecido grupos de trabajo.

En segundo lugar, la absoluta necesidad de definir de manera precisa las competencias de la Unión -y con ello las de los Estados miembros y sus administraciones locales- obliga a modificar los tratados cuando éstos sean imprecisos y a buscar los medios que permitan evitar intervenciones abusivas o confusas de la Unión, en los casos en que sea más apropiada una acción de los Estados miembros o de las administraciones locales. A este respecto, hay un grupo de trabajo encargado de estudiar la forma de aplicar el principio de subsidiariedad, enunciado en el Tratado de Maastricht, dotándolo de un medio de control político y jurídico apropiado. El próximo mes de octubre conoceremos sus conclusiones.

Por último, la necesidad de una mayor legitimidad democrática, es decir, no sólo de una legitimidad formal, que existe en la actualidad, sino de una implicación más clara y más visible de los parlamentos nacionales y de una legitimidad que puedan sentir los ciudadanos requiere, sin duda, leyes más sencillas y más claras, así como un mejor procedimiento de consulta por parte de la Comisión (que nunca debería hacer suya una disposición rechazada por el Parlamento). Asimismo, convendría prever una mayor transparencia en las deliberaciones del Consejo cuando ejerce su función legislativa y el fortalecimiento de las competencias del Parlamento Europeo, gracias a la generalización del proceso de co-decisión.

A título personal, me parece que los ciudadanos no considerarán completa la legitimidad democrática de la Unión hasta que no exista un punto de encuentro orgánico entre las dos legitimidades de la Unión: las legitimidades nacionales y la legitimidad europea. Por este motivo, propondré a la Convención que se plantee la creación de un Congreso Europeo, que podríamos denominar el 'Congreso de los pueblos de Europa', y que reuniría periódicamente, por ejemplo una vez al año, al conjunto de eurodiputados y a un número proporcional de diputados nacionales. Este Congreso, sin poder legislativo, sería consultado sobre la evolución de las competencias de la Unión y sobre las eventuales ampliaciones futuras. El presidente del Consejo y el presidente de la Comisión presentarían, ante él, un informe anual sobre el estado externo e interno de la Unión. Además, podría decidir o confirmar los nombramientos para determinados cargos.

La última demanda, relativa a una mayor proyección de la Unión Europea en el mundo y una protección más eficaz contra el crimen transfronterizo, nos ha llevado a poner en marcha dos grupos de trabajo que nos permitirán examinar en otoño las formas de administrar nuestra política exterior de manera única, y convertir de forma efectiva a Europa en un espacio de libertad, seguridad y justicia.

Durante esta fase de escucha me he esforzado por reducir dos divisiones.

Una era la que corría el riesgo de establecerse entre los representantes de los Estados miembros y los de los Estados candidatos. Gracias a cierta flexibilidad en la interpretación de nuestro cometido y a algunos ajustes pragmáticos que han permitido que un representante de los países candidatos sea 'invitado' permanente en las reuniones del Presidium y que los representantes de los países candidatos puedan expresarse en su propio idioma durante las sesiones plenarias, pero, sobre todo, gracias al sentido de la responsabilidad y a la amabilidad de la mayoría de estos representantes, puedo afirmar, sin miedo a exagerar, que esta controversia ya no existe.

La otra división era la que enfrenta a los impropiamente denominados pequeños Estados y grandes Estados, que, en realidad, son los Estados menos poblados y los más poblados. Este antagonismo, que no existía originalmente, puesto que la Comunidad Europea inicial contaba con el Estado menos poblado, Luxemburgo, que ha presidido en dos ocasiones la Comisión Europea, se desarrolló a partir de las ampliaciones de los años noventa, momento en el que fue explotado hábilmente por los euroescépticos y alcanzó un nivel de bloqueo durante la negociación del Tratado de Niza. Su persistencia se contraponía a los progresos de la Convención. Ahora bien, estamos siendo testigos de evoluciones interesantes que espero que permitirán atenuarlo.

Las propuestas que la Convención deberá articular, al finalizar sus trabajos, se expresarán en términos institucionales y constitucionales.

Pero creo que es justo empezar preguntándoles a los europeos qué esperan de Europa y pidiéndoles que nos digan qué es lo que, en su opinión, va mal y qué se podría hacer mejor.

Nuestra próxima tarea, la del otoño, preparada por nuestros 10 grupos de trabajo, consistirá en plantearnos la mejor manera de responder a la masiva demanda de mayor sencillez y eficacia y de que se reduzcan la introspección y los conflictos institucionales.

Hasta entonces, deseo unas felices vacaciones a todos los europeos y, en particular, a los miembros de la Convención, pues a la vuelta de las vacaciones les espera un árduo camino.

Valéry Giscard d'Estaing es presidente de la Convención europea.

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