Tribuna:DEBATE: África y la ayuda internacional

Continente en el olvido

No es infrecuente que, al calor del debate, las posiciones se estilicen y extremen, hasta convertir en incompatibles manifestaciones simultáneas de una misma realidad. Tal sucede con la globalización: fuente de convergencia económica para unos, poderoso motor de la desigualdad para los otros. Lo paradójico es que ambos tienen razón: la globalización estimula tanto la convergencia entre economías próximas como la divergencia entre las distantes. Las primeras se benefician de la difusión tecnológica que la interdependencia económica genera, las segundas se ven crecientemente excluidas por no acc...

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No es infrecuente que, al calor del debate, las posiciones se estilicen y extremen, hasta convertir en incompatibles manifestaciones simultáneas de una misma realidad. Tal sucede con la globalización: fuente de convergencia económica para unos, poderoso motor de la desigualdad para los otros. Lo paradójico es que ambos tienen razón: la globalización estimula tanto la convergencia entre economías próximas como la divergencia entre las distantes. Las primeras se benefician de la difusión tecnológica que la interdependencia económica genera, las segundas se ven crecientemente excluidas por no acceder siquiera a ese benéfico contagio. Una experiencia que África vive en sus propias entrañas.

El diagnóstico que el Norte realiza de semejante dinámica resulta, sin embargo, sospechosamente parcial, por cuanto atribuye a las virtudes del mercado la explicación de los éxitos y a los vicios de los pueblos la justificación de los fracasos. La terapia que se sugiere no puede ser más simple: basta con adaptarse al mercado para que el desarrollo se produzca de forma espontánea. Tal es el supuesto que subyace a la política de ajuste estructural impuesta a partir de los años ochenta. Al cabo, muchos países en desarrollo acometieron aquellas reformas, sin que el desarrollo prometido, finalmente, llegara. Olvidaron advertir los organismos internacionales que ninguna economía se había industrializado antes sin el concurso de una política de estímulo a sus capacidades productivas nacionales.

El sesgo no es inocente, ya que transfiere la responsabilidad del subdesarrollo a quienes lo padecen, dejando al sistema internacional inmune a la crítica. La evidencia demuestra, sin embargo, que es difícil avanzar en la equidad si no se corrige el sistema internacional y se abren oportunidades de progreso para los países más pobres.

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El caso de África evidencia los resultados de esta lógica perversa. En pocas regiones se acometieron tantos planes de ajuste estructural como en África; tan simétricos unos a otros que hasta los funcionarios del FMI equivocaron, en alguna ocasión, los países de referencia. Pasados veinte años, el PIB per cápita de la región es un 30% inferior al de 1980, mientras cerca de la mitad de la población vive en condiciones de pobreza extrema. La caída de la inversión externa, el deterioro de los precios de los productos básicos y la sangría que comporta la deuda externa vinieron a sumarse a las dificultades económicas. Una situación que se complica por el efecto aterrador de los conflictos, el hambre y las epidemias: uno de cada cinco africanos ha padecido los efectos de una guerra y uno de cada veinte tiene sida. La acción de estos factores ha hecho que reviertan conquistas sociales previas, promoviendo la caída de la esperanza de vida y de la tasa de escolarización primaria.

Así es difícil que África alcance el objetivo internacional de reducir la pobreza a la mitad en el 2015. Para que tal propósito fuese viable sería necesario duplicar el crecimiento de la región, hasta situarlo en un tasa del 7%, difícil de conseguir si los gobiernos nacionales y la comunidad internacional no se ponen a la tarea.

Los países africanos dieron el primer paso en esa senda al crear la Nueva Asociación para el Desarrollo de África (NEPAD, en sus siglas inglesas), una iniciativa propuesta por los propios jefes de Estado africanos para poner en común los esfuerzos en pro del desarrollo, la gobernabilidad democrática y una más favorable inserción internacional. Menos consecuente ha sido, sin embargo, la comunidad de donantes. A la frustrada Conferencia de Monterrey sobre Financiación para el Desarrollo, se suma ahora la decepcionante respuesta que el G-8 ha dado, en su reciente cumbre de Kananaskis, al llamamiento de los líderes africanos. Conforme a lo acordado, los países desarrollados se comprometen a incrementar su ayuda a África en 6.000 millones de dólares anuales. La realidad es, sin embargo, menos prometedora de lo que aparenta, ya que el compromiso no comporta una oferta de nuevos recursos, sino la distribución de los ya acordados en la Conferencia de Monterrey. Recursos que apenas compensan el retroceso -cercano al 40%- que sufrieron los flujos de ayuda dirigidos a la región en los noventa; y que están lejos de los más de 20.000 millones de dólares adicionales que el Banco Mundial estima como necesarios para hacer viables los Objetivos del Milenio.

Aznar asistió a la cumbre en calidad de presidente de la Unión Europea. Bueno es, por tanto, recordar que nuestro país es, con Grecia, el socio comunitario que menor proporción de recursos dedica a África. La subordinación de la ayuda a intereses comerciales o de política exterior, en los que no cuenta aquella región africana, explica el sesgo mencionado. No sería malo advertir, sin embargo, que debiera formar parte también del interés nacional un adecuado ejercicio de las responsabilidades que derivan de nuestra creciente condición de actores internacionales.

José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada. Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI).

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