LA CRÓNICA

El mundo del trabajo

Ni Aznar, dándole al bombo, haría mejor propaganda de su 'decretazo' que un triste piquete cerrando tiendas Ni Aznar, dándole al bombo, haría mejor propaganda de su 'decretazo' que un triste piquete cerrando tiendas

Entra por mi ventana un confuso rumor de gritos y silbatos. Es un piquete con banderas rojas y rojinegras al viento. Mis dos quiosqueras discuten acaloradamente con ellos. Llevan apenas un año intentando aupar una pequeña librería. Captan a los clientes abriendo a las 7.30 puesto que los quioscos más veteranos lo hacen una hora y media más tarde. También abren los festivos. Un domingo cada una. Tienen menos fiestas y trabajan más horas que los empleados comunes, pero no sé si obtienen ganancias equivalentes a tal esfuerzo. Decido bajar para observar la discusión. Llego y están bajando la persi...

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Entra por mi ventana un confuso rumor de gritos y silbatos. Es un piquete con banderas rojas y rojinegras al viento. Mis dos quiosqueras discuten acaloradamente con ellos. Llevan apenas un año intentando aupar una pequeña librería. Captan a los clientes abriendo a las 7.30 puesto que los quioscos más veteranos lo hacen una hora y media más tarde. También abren los festivos. Un domingo cada una. Tienen menos fiestas y trabajan más horas que los empleados comunes, pero no sé si obtienen ganancias equivalentes a tal esfuerzo. Decido bajar para observar la discusión. Llego y están bajando la persiana metálica. Todas las pequeñas tiendas del entorno están cerrando. Mientras el piquete entra en un bar, se forma un corro en la esquina. Quejas y lamentaciones. '¡Vaya democracia!'. 'Ahora a la coacción, la llaman información'. Pregunto si les han amenazado. 'No, pero anuncian que otros piquetes pasarán más tarde a comprobar cómo va todo'. El piquete está ahora frente a una tienda de chucherías. 'Voy a seguirles', digo, 'a lo mejor escribo algo'. 'Lo que a unos va mal, a otros beneficia', exclama, sarcástica, mi quiosquera.

La comitiva avanza con paso rutinario. Todos recuerdan la huelga contra Felipe González y conocen de sobra el papel que les toca en la función. El botiguer miedoso cierra antes de que lleguen. El listillo del bar, con sus clientes en la penumbra, hace como que cierra durante media hora. Los novicios de las franquicias cierran a la menor indicación, mientras que el propietario corajudo los recibe con las uñas afiladas. Ahí se forman espectaculares peloteras. El propietario de un supermercado familiar niega el paso al piquete. 'Has presionado a tus trabajadoras, queremos preguntarles si quieren hacer huelga'. 'Los que presionáis sois vosotros'. 'Facha', 'negrero'. Largo intercambio de insultos a grito pelado. De repente, aparecen las empleadas. 'Idos, no queremos hacer huelga'. '¿No os importa que los trabajadores en paro tengan que pedir caridad por las calles?'. 'No queremos hacer huelga'. '¿No queréis o no os deja el facha de vuestro jefe?'. 'No queremos'. Diez minutos más tarde, agotados los gritos, los tópicos y los insultos, el jefe del supermercado baja la persiana. 'Los fachas sois vosotros'. El piquete se acerca a la pastelería más famosa del barrio, repleta de clientes que salen zumbando, excepto un par de ellos que defienden, con más ahínco que las propietarias, el derecho de cada cual a decidir. Una joven mamá reivindica el derecho a comprar los pastelitos para la fiesta del cumple de su niño y el líder del piquete, rojo de ira, exclama: '¿Va a comparar, señora, el derecho al pan de los obreros con el derecho a la pijada de su hijo?'. La discusión afronta entonces el asunto de la solidaridad. La mujer de la pastelería, joven y elegante, defiende el derecho de los obreros a luchar por su causa, e incluso critica la arrogancia de Aznar; pero defiende, más que su derecho a vender, el de sus clientes a comprar. La discusión no lleva a ninguna parte. Una vez más todos se acaloran. 'No queremos este tipo de sociedad'. 'Corta el rollo, muchacho', dice la señora de una tienda vecina, 'cierro mi tienda, pero tu palique te lo tragas'. 'Con el cuento a otra parte', gritan todos. Y el piquete, notablemente alicaído, se desplaza hacia un pequeño Caprabo. Las mujeres que se han agrupado ante la pastelería cuchichean irritadas. '¿Por qué han cerrado?', pregunto no sé si ingenuamente. 'Porque con la huelga contra Felipe [González] se cargaron el cristal'. El piquete está ya lejos. Con gran celeridad cierran la tintorería, la peluquería, los bares, la frutería, la carnicería y el único sex-shop de la ciudad. Los empleados de Caprabo están que trinan. Son jóvenes y de inequívoco aspecto obrero. Chicas maquilladas como Chenoa o Gisela, chicos con pelo muy corto y camisetas con símbolos rojigualdos. Intento aclarar por qué no secundan la huelga. '¿Estás de acuerdo con el drecretazo?'. 'No, pero yo sólo quiero preocuparme por lo que pasa en mi pequeña tienda'. El más joven ha calculado todo lo que descuentan. 'No me lo puedo permitir y además no me da la gana; te quitan hasta la parte proporcional de las pagas extras'. El enemigo de clase no es el patrón, al parecer, sino la empresa rival: '¿A que no se atreven a cerrar Hipercor?'. 'Sí se han atrevido', apunto. 'No me lo creo, con Hipercor no se atreven'. Son jóvenes, bastante pobres y diría que precariamente instalados. ¿No os preocupa la situación política? 'Bastantes problemas tengo yo'.

He perdido ya el piquete, pero sigo su rastro. Ni Aznar, dándole al bombo, haría mejor propaganda de su decretazo que este triste piquete cerrando tiendas y levantando sarcasmos de los pequeños comerciantes, trabajadores y autónomos del Eixample de Girona. Nadie en las calles se solidariza con ellos. Su poder es aparente: media hora más tarde casi todas las persianas se alzan. Sus eslóganes son el refrito de eslóganes redichos. Conscientes de ello, algunos, de matriz anarquista, repartían un panfleto exigiendo 'dinero gratis'. Se trata de un curioso anarquismo. Nihilista y amargo: 'No vamos a cambiar el mundo, pero podemos cambiar el lugar del miedo'. Anarquismo saturnal. Dando tumbos por las calles, hablando con un pequeño impresor socialista que se ha negado a cerrar y con un voluntarioso camarero que, superando su origen, rige una próspera casa de comidas, compruebo que el problema de la izquierda no es otro que el de la fragmentación del sujeto del cambio social (y perdonen la empalagosa frase). Es decir: muchos son los que trabajan, pero poco tienen en común. Antes de regresar a casa, encuentro a Blanca Cercas, hermana del novelista Javier. En su empresa, los cuadros medios, cultos y de mediana edad, se han sumado a la huelga, mientras que la mayoría de los jóvenes, con menor salario y calificación (y, en teoría, con mayores necesidades sociales), han estado trabajando.

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