Tribuna:

Elecciones palestinas ya

En estos días se están oyendo seis llamamientos distintos para que en Palestina se lleven a cabo reformas y se celebren elecciones: cinco de ellos son inútiles e irrelevantes desde el punto de vista de los intereses palestinos. Sharon quiere que haya reformas para ayudar a inutilizar la vida nacional palestina, es decir, como extensión de su política fallida de intervención y destrucción constante. Quiere deshacerse de Yasir Arafat, dividir Cisjordania en cantones amurallados, restablecer una autoridad de ocupación -preferiblemente, con ayuda de algunos palestinos-, proseguir la actividad de l...

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En estos días se están oyendo seis llamamientos distintos para que en Palestina se lleven a cabo reformas y se celebren elecciones: cinco de ellos son inútiles e irrelevantes desde el punto de vista de los intereses palestinos. Sharon quiere que haya reformas para ayudar a inutilizar la vida nacional palestina, es decir, como extensión de su política fallida de intervención y destrucción constante. Quiere deshacerse de Yasir Arafat, dividir Cisjordania en cantones amurallados, restablecer una autoridad de ocupación -preferiblemente, con ayuda de algunos palestinos-, proseguir la actividad de los asentamientos y mantener la seguridad israelí, como ha hecho hasta ahora. Está demasiado cegado por sus propias alucinaciones y obsesiones ideológicas para darse cuenta de que todo eso no va a aportar paz, seguridad ni, desde luego, esa 'calma' de la que no deja de hablar. En los planes de Sharon, las elecciones palestinas cuentan poca cosa.

En segundo lugar, Estados Unidos quiere la reforma, sobre todo, como forma de combatir el 'terrorismo', una palabra panacea que no tiene en cuenta la historia, el contexto, la sociedad ni ningún otro factor. George Bush siente una antipatía visceral por Arafat y no entiende en absoluto la situación palestina.

Decir que su desordenada Administración quiere algo es dar categoría a una serie de acelerones, rabietas, comienzos, retractaciones, denuncias, afirmaciones totalmente contradictorias, estériles misiones de diversos miembros de su Gobierno y cambios de opinión, y pensar que constituyen una especie de deseo global que, por supuesto, no existe. La política de Bush, -llena de incoherencias salvo cuando se trata de las presiones y prioridades del lobby israelí y la derecha cristiana, en cuyo jefe espiritual se ha convertido-, en realidad consiste en exigir a Arafat que termine con el terrorismo, reclamar (cuando quiere apaciguar a los árabes) que alguien, en algún sitio, no se sabe cómo, cree un Estado palestino, y seguir dando a Israel el apoyo pleno e incondicional de los estadounidenses, seguramente con el final de la carrera de Arafat incluido. Aparte de eso, la política norteamericana la tiene todavía que formular alguien, en algún sitio, no se sabe cómo. Eso sí, no hay que olvidar jamás que, para Estados Unidos, Oriente Próximo no es un asunto de política exterior, sino de política interna, sujeto a fuerzas dinámicas de la sociedad que son difíciles de predecir.

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Todo ello encaja a la perfección con las exigencias de Israel, que no desea más que hacer que la vida palestina en su conjunto sea más miserable e invivible, a base de incursiones militares o mediante condiciones políticas imposibles y coherentes con la obsesión de Sharon por eliminar a los palestinos de una vez para siempre. Por supuesto, hay otros israelíes que quieren la coexistencia con un Estado palestino, igual que hay judíos norteamericanos que quieren esas mismas cosas: pero ninguno de esos dos grupos tiene en estos momentos capacidad de decisión. Sharon y el Gobierno de Bush son los que dirigen el cotarro.

En tercer lugar está el llamamiento de los árabes, que, por lo que sé, es una combinación de distintos elementos, ninguno de ellos directamente beneficioso para los palestinos. Para empezar, está el miedo a sus propios ciudadanos, que están viendo cómo Israel lleva a cabo su destrucción masiva y prácticamente sin resistencia de los territorios palestinos, sin que ningún país árabe haya hecho intentos serios de intervención ni disuasión. El plan de paz de la cumbre de Beirut ofrece a Israel precisamente lo que Sharon ha rechazado, que es territorio por paz, y es una propuesta descafeinada y que carece de calendario. Tal vez esté bien contar con él como contrapeso de la beligerancia sin tapujos de Israel, pero no debemos hacernos ilusiones sobre sus verdaderas intenciones, que, como los llamamientos a las reformas palestinas, son gestos simbólicos ofrecidos para calmar a las poblaciones árabes, francamente hartas de la mediocre inacción de sus gobernantes. Después, por supuesto, está la total exasperación de la mayoría de los regímenes árabes a propósito del problema palestino. No parece que les plantee problemas ideológicos tener a Israel como Estado judío sin fronteras declaradas y que ocupa militarmente y de forma ilegal Jerusalén, Gaza y Cisjordania desde hace 35 años, ni tampoco el expolio del pueblo palestino a manos de los israelíes. Están dispuestos a aceptar tales injusticias si Arafat y su gente se comportan como es debido o se callan y se van. En tercer lugar, claro está, no hay que olvidar el deseo permanente de los dirigentes árabes de congraciarse con Estados Unidos y competir entre sí por el título de principal aliado norteamericano. Tal vez no se den cuenta del desprecio que sienten por ellos la mayoría de los norteamericanos, lo poco que se les comprende ni el escaso prestigio cultural y político que tienen en Estados Unidos.

Los cuartos en el coro de las reformas son los europeos. Pero éstos se limitan a corretear de un lado a otro y enviar emisarios a ver a Sharon y a Arafat, hacer sonoras declaraciones en Bruselas, fundar algún proyecto que otro... y nada más, porque la sombra de Estados Unidos se cierne sobre ellos.

En quinto lugar, Yasir Arafat y su círculo de colaboradores han descubierto de pronto las virtudes (al menos, en teoría) de la democracia y la reforma. Sé que hablo desde la distancia, muy lejos del campo de batalla, y conozco todos los argumentos sobre el cerco a Arafat como símbolo poderoso de la resistencia palestina contra la agresión israelí, pero he llegado a un punto en el que creo que todo eso ya no quiere decir nada. Lo único que le interesa a Arafat es salvarse él mismo. Ha dispuesto de casi 10 años de libertad para gobernar un reino de juguete y lo que ha conseguido, en definitiva, es acarrear el oprobio y el desprecio sobre su equipo y sobre sí mismo; la Autoridad se ha convertido en sinónimo de brutalidad, autocracia y una corrupción inimaginable. Cómo puede pensar nadie, ni por un instante, que es capaz de hacer otra cosa a estas alturas, o que su nuevo Gabinete remozado (dominado por los mismos rostros de derrota e incompetencia) va a llevar a cabo verdaderamente una reforma es sencillamente incomprensible. Arafat es el líder de un pueblo que sufre desde hace mucho tiempo, al que ha expuesto, en el último año, a un dolor y unas penalidades inaceptables, debido a su falta de plan estratégico y a su imperdonable dependencia de las limosnas de Israel y Estados Unidos por mediación de Oslo. Quienes encabezan movimientos de independencia y liberación no pueden exponer a su pueblo indefenso al salvajismo de criminales de guerra como Sharon, sin verdaderas defensas

preparadas de antemano. ¿Por qué, pues, provocar una guerra cuyas víctimas serían, sobre todo, personas inocentes, cuando no se tiene ni la capacidad militar necesaria para luchar ni la influencia diplomática para acabar con ella? Arafat lo ha hecho ya en tres ocasiones (Jordania, Líbano, Cisjordania); no debería tener la oportunidad de provocar la catástrofe por cuarta vez.

Ha anunciado la celebración de elecciones a principios de 2003, pero su foco de atención es, en realidad, la reorganización de los servicios de seguridad. En mis columnas he señalado en numerosas ocasiones que el aparato de seguridad de Arafat está diseñado para servir a Israel y a él mismo, dado que los acuerdos de Oslo se basaban en un pacto con la ocupación militar israelí. A Israel sólo le preocupaba su propia seguridad e hizo responsable de ella a Arafat (responsabilidad que él estuvo muy dispuesto a aceptar ya en 1992). Mientras tanto, él utilizó a las 15 facciones, o las 19, o las que fueran, y las enfrentó unas con otras, una táctica que perfeccionó en Fakahani y que es claramente una estupidez desde el punto de vista del bien general. Nunca ha llegado a controlar del todo Hamás ni a la Yihad Islámica, cosa que a Israel le viene muy bien porque le ha dado la posibilidad de utilizar los (insensatos) atentados suicidas de los llamados mártires como excusa para aplastar y castigar todavía más al pueblo entero. Si existe una cosa que haya hecho tanto daño a nuestra causa como el desastroso régimen de Arafat es la calamitosa política de matar a civiles israelíes, que demuestra una vez más al mundo que somos auténticos terroristas y constituimos un movimiento inmoral. ¿A cambio de qué? Nadie ha sido capaz de decirlo.

Arafat, pues, tras haber pactado con la ocupación en Oslo, nunca ha estado en situación de dirigir el movimiento capaz de acabar con ella. Y lo irónico es que ahora está intentando hacer un nuevo pacto, tanto para salvarse como para demostrar a Estados Unidos, Israel y otros árabes que merece otra oportunidad. Por mi parte, me importa muy poco lo que digan Bush, los dirigentes árabes o Sharon; lo que me interesa es lo que nosotros, como pueblo, pensamos de nuestro líder, y ahí creo que debemos ser absolutamente tajantes a la hora de rechazar todo su programa de reforma, elecciones y reorganización del Gobierno y los servicios de seguridad. Su sombrío historial de fracasos, sus facultades de dirigente debilitadas y su incompetencia son demasiado evidentes como para que vuelva a intentar tener otra oportunidad.

Por último, el sexto llamamiento es el del pueblo palestino, que clama -con razón- por la reforma y las elecciones. A mi juicio, este clamor es el único legítimo de los seis que he descrito. Es importante subrayar que el actual Gobierno de Arafat y el Consejo Legislativo han sobrepasado el periodo previsto para su mandato, que debería haber terminado con unas nuevas elecciones en 1999. Además, las elecciones de 1996 se basaron en los acuerdos de Oslo, que, en la práctica, dieron a Arafat y su gente licencia para gobernar trozos de Cisjordania y Gaza en nombre de los israelíes, sin verdadera soberanía ni seguridad, dado que Israel conservaba el control de las fronteras, la seguridad, la tierra (en la que duplicó e incluso triplicó los asentamientos), el agua y el aire. En otras palabras, el viejo fundamento de las elecciones y la reforma, que era Oslo, ha quedado nulo e invalidado. Cualquier intento de avanzar a partir de esa plataforma no es más que una estrategema inútil que no permitirá tener ni dicha reforma ni unas auténticas elecciones. De ahí la confusión actual, que hace que todos los palestinos se sientan desilusionados, amargados y frustrados.

¿Qué se puede hacer si el viejo fundamento de la legitimidad palestina, en realidad, ya no existe? Desde luego, no podemos volver a Oslo, como no podemos volver a las leyes jordanas ni a las israelíes. En mi calidad de estudioso de los periodos de grandes transformaciones históricas, me gustaría destacar que, cada vez se ha producido una ruptura importante con el pasado (como durante el periodo posterior a la caída de la monarquía a manos de la Revolución Francesa, o entre el final del apartheid y las elecciones de 1994 en Suráfrica), es preciso crear una nueva base de legitimidad, y quien debe construirla es la única fuente suprema de autoridad, es decir, el propio pueblo. Los grandes intereses de la sociedad palestina, los que la han mantenido viva -sindicatos, profesionales de la sanidad, maestros, campesinos, abogados, médicos, además de todas las ONG-, deben convertirse en la base sobre la que se lleve a cabo la reforma, a pesar de la ocupación y las incursiones israelíes. Me parece inútil esperar a que lo hagan Arafat, Europa, Estados Unidos o los árabes; es absolutamente necesario que sean los propios palestinos, mediante una Asamblea Constituyente en la que estén representados todos los elementos fundamentales de la sociedad palestina. Sólo con un grupo formado por el propio pueblo y no por los restos del régimen de Oslo -desde luego, no por los raídos fragmentos de la desacreditada Autoridad de Arafat- podemos tener la esperanza de reorganizar la sociedad a partir de la condición ruinosa, desastrosa e incoherente en la que se encuentra. Dicha Asamblea tendrá una tarea crucial, que es establecer un sistema de orden de emergencia, con dos propósitos. Uno, permitir que la vida palestina siga adelante de forma ordenada y con plena participación de todos los implicados. Dos, escoger un comité ejecutivo de emergencia cuyo mandato será acabar con la ocupación, no negociar con ella. Es evidente que, desde el punto de vista militar, no estamos a la altura de Israel. Los Kaláshnikov no tienen ninguna eficacia cuando el equilibrio de poder está tan descompensado. Lo que necesitamos es un método de lucha creativo, que movilice todos los recursos humanos de los que disponemos para resaltar, aislar y, poco a poco, hacer insostenibles, los principales aspectos de la ocupación israelí: asentamientos, carreteras, barreras de control y demoliciones de viviendas. El grupo que rodea en la actualidad a Arafat es irremediablemente incapaz de pensar en una estrategia de ese tipo, y mucho menos de llevarla a la práctica; está demasiado desacreditado, demasiado enfrascado en sus prácticas corruptas, demasiado lastrado por los fracasos del pasado.

Para que funcione esa estrategia palestina debe existir un componente israelí, formado por personas y grupos con los que es posible y se debe establecer una base común de lucha contra la ocupación. Ésa es la gran lección de la lucha surafricana: que proponía la visión de una sociedad multirracial que nunca perdieron de vista ni las personas, ni los grupos, ni los dirigentes. La única visión que existe hoy en Israel es la violencia, la separación forzosa y la continua subordinación de Palestina a una idea de supremacía israelí. No todos los israelíes defienden estas opiniones, por supuesto, pero debemos ser nosotros quienes proyectemos la idea de la coexistencia en dos Estados que tengan relaciones mutuas naturales, basadas en la soberanía y la igualdad. El sionismo oficial ha sido incapaz de crear esa visión, así que debe surgir del pueblo palestino y sus nuevos dirigentes, cuya nueva legitimidad es preciso construir ahora, en un momento en el que todas las cosas se vienen abajo y todo el mundo está ansioso por reconstruir Palestina a su propia imagen y de acuerdo con sus ideas.

Nunca nos hemos enfrentado a un momento peor ni, al mismo tiempo, más importante. Los árabes están en un caos total; la Administración estadounidense está dominada, en la práctica, por la derecha cristiana y el lobby israelí (en el plazo de 24 horas, todo los acuerdos a los que George Bush parecía haber llegado con el presidente egipcio, Mubarak, quedaron anulados por la visita de Sharon), y nuestra sociedad ha llegado casi a la ruina por la incompetencia de los dirigentes y la insensatez de pensar que los atentados suicidas van a tener como resultado directo la creación de un Estado islámico palestino. Siempre hay esperanza para el futuro, pero hay que ser capaces de buscarla y encontrarla donde es debido. Está claro que, sin una política seria de información de árabes y palestinos en Estados Unidos (sobre todo en el Congreso), no podemos hacernos ilusiones de que Powell y Bush vayan a elaborar un verdadero programa de rehabilitación de Palestina. Por eso digo, una y otra vez, que el esfuerzo debe surgir de nosotros, por nosotros y para nosotros. Al menos, intento sugerir un enfoque distinto. ¿Quién, sino el pueblo palestino, puede construir la legitimidad necesaria para gobernarse a sí mismo y combatir la ocupación con armas que no maten a inocentes ni nos hagan perder más apoyos que nunca? Una causa justa puede verse minada por el uso de medios perversos, inadecuados o corruptos. Cuanto antes llevemos esto a la práctica, más oportunidades tendremos de salir del punto muerto en el que nos encontramos.

Edward W. Said es ensayista palestino, autor, entre otros, de Orientalismo, y profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia.

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