Valencia de 1977
Allá por el 15-J, Valencia era una mezcla de Barcelona y Cartagena, con suburbios manchegos y algún sabor aragonés. Estaba muy lejos de Alicante y se apreciaba una larga desolación en las barriadas. Manzanas enteras permanecían sin asfaltar bajo el dominio de los últimos munícipes de la autocracia, y allí se enlodaban los zapatos de los jóvenes profesionales que fundaron la prolongación de Blasco Ibáñez: el futuro más reluciente de la ciudad entonces, con su floresta de navajeros y sus pubs fronterizos con el hedor del abono. El cauce del Turia era una rambla cenagosa y sucia, y los autobuses ...
Allá por el 15-J, Valencia era una mezcla de Barcelona y Cartagena, con suburbios manchegos y algún sabor aragonés. Estaba muy lejos de Alicante y se apreciaba una larga desolación en las barriadas. Manzanas enteras permanecían sin asfaltar bajo el dominio de los últimos munícipes de la autocracia, y allí se enlodaban los zapatos de los jóvenes profesionales que fundaron la prolongación de Blasco Ibáñez: el futuro más reluciente de la ciudad entonces, con su floresta de navajeros y sus pubs fronterizos con el hedor del abono. El cauce del Turia era una rambla cenagosa y sucia, y los autobuses circulaban verdes y ruidosos. Sus chóferes eran muy comunicativos, y entre ellos destacaba un hombre grueso, bigotudo y atento que contaba chistes en la ruta del 60. Muy cerca de su muelle, en el cruce de Xàtiva y San Vicente, por donde años más tarde vi pasar al Papa, había un guardia famoso en toda la ciudad: recio detalle de provincianía. En la burocracia pública todavía mandaban algunos lisiados de la guerra, y en la mía un ex divisionario azul que se movía por la oficina con el ademán propio de un remoto cuartel de Pomerania. Otro jefe, muy beato, se atrevía a indicar a los funcionarios lectores qué libros convenían o no a la salvación de sus almas. En la burocracia privada de los bancos, y en las calles más financieras, ya se hacían notar nuevas levas de jóvenes trajeados que hablaban de implementar objetivos y cosas por el estilo; caballeros que luego, algo desabrochadas las corbatas, acudían a tomar copas a la Gran Vía, donde también iban futbolistas golfos del Valencia y unos hombres ricos de la huerta que hacían sus últimas exhibiciones de campechanía. Profesores y alumnos de la universidad dibujaban la nueva política que tanto precisaban el país y la urbe; gentes que luego se dejaban caer por el Micalet, faro y foro de aquel tiempo, con sus conciertos del Gato Pérez, de Sisa o de Pi de la Serra. Eran fiestas de juglaría, muchos besos en la mejilla y saludos nuevos de la transición. Porque todo estaba empezando en la vieja ciudad republicana, entre muy procelosos peligros.