Crítica:MÚSICA

Falla, en los años oscuros

Uno de los periodos peor conocidos de la vida de Manuel de Falla es el que abarca su formación como compositor. Sus biografías pecan de un defecto cuando se refieren a esos años: transforman sus dificultades en pruebas o señales del destino, todo ello fruto de una mitificación del personaje que termina ocultando la proeza que llevó a cabo. El mecanismo perverso de este razonamiento sería el siguiente: puesto que terminaría siendo un genio, las dificultades anteriores son una especie de 'iniciación'.

Sin embargo, esos años de formación rebosan de enseñanzas, y no sólo en lo que incumbe a...

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Uno de los periodos peor conocidos de la vida de Manuel de Falla es el que abarca su formación como compositor. Sus biografías pecan de un defecto cuando se refieren a esos años: transforman sus dificultades en pruebas o señales del destino, todo ello fruto de una mitificación del personaje que termina ocultando la proeza que llevó a cabo. El mecanismo perverso de este razonamiento sería el siguiente: puesto que terminaría siendo un genio, las dificultades anteriores son una especie de 'iniciación'.

Sin embargo, esos años de formación rebosan de enseñanzas, y no sólo en lo que incumbe a Falla, por lo que una mejor evaluación continúa faltando. En 1901, Falla entra en contacto con Felipe Pedrell, pionero del nacionalismo musical en España. El gaditano no era un niño, tenía 24 años largos (había nacido el 23 de noviembre de 1876) y era ya un excelente pianista que se perfeccionaba con José Tragó en el Conservatorio de Madrid. Pero en la bruma de un Madrid sin un norte estético musical que no fuera la zarzuela, Falla sostenía una vocación de compositor contra el entorno. ¿Cómo se aprendía la técnica de la composición en ese Madrid de hace cien años, una técnica que, no hay que olvidarlo, es inseparable de un modelo estético? Pedrell fue su principal apoyo y hasta su marcha a Barcelona en 1904, le recibía en su casa, prodigándole afecto y sabios consejos, pero no clases en el sentido habitual del término. ¿Dónde está todo lo demás, la armonía, el contrapunto, la orquestación, el análisis de las obras esenciales de su tiempo?

La reciente publicación Manuel de Falla. Apuntes de harmonía. Dietario de París (1908) contiene muchos atisbos de respuesta. Presentada en Granada el 24 de abril pasado, en una elegante edición facsímil, es todo un acontecimiento para investigadores, aficionados y, en general, para quien quiera encajar las piezas de un rompecabezas que tantos habían hecho pasar por santo retablo. La edición contiene dos fuentes diferentes: los Apuntes de harmonía, un cuaderno de anotaciones escritas por Falla que cubre el periodo madrileño de 1901 a 1904, y el Dietario de París (1908), una sencilla agenda de pequeño tamaño que recoge notas de Falla de su segundo año parisino.

Apuntes de harmonía contiene en su mitad lo indicado. Pero más que apuntes, Falla copia literalmente capítulos enteros de tratados de armonía (principalmente de Eslava). La otra mitad se convierte en un cuaderno de notas en donde encontramos desde una lista de direcciones hasta gastos corrientes del joven músico durante cuatro años. En esta sucesión de cifras adivinamos una tensa inquietud. Falla huía por temperamento de la mundanidad y la banalidad de la zarzuela, no se sentía concertista de piano, tenía una liquidez escasa dada la lesionada economía familiar, a veces daba clases particulares y revendía libros para aliviar sus magros recursos. Estos datos cotidianos constituyen la estrategia con la que el joven Falla aguantó una presión de la que nadie de su generación pudo escapar, con la única excepción quizá de su amigo y tantas veces colega de aventuras Joaquín Turina. Vemos en estos datos cómo se formó, qué libros y partituras adquirió, a qué conciertos asistió, a quién veía y cómo se organizaba.

La Agenda de París tiene

elementos muy parecidos en cuanto a la meticulosidad en los gastos, pero el contexto es otro. En 1908, Falla tiene ya 31 años, su economía es aún más parca, pero las satisfacciones son mayores. Entre gastos de metro, almuerzos, tabaco y sellos hay informaciones muy importantes, como la fecha y el precio de su primera partitura de Pélleas et Melisande, que el propio Debussy le dedicó (y que aún se conserva en el Archivo Manuel de Falla de Granada); las audiciones de obras trascendentales, como las tres a las que asistió de Boris Godunov y de Pélleas; sus visitas a Dukas, Debussy, Ricardo Viñes, Joaquín Nin, Ravel, Florent Schmitt o de nuevo Turina... En este capítulo de gastos (anotados al límite de la neurosis, como subraya Francesc Bonastre, encargado de la edición) se presiente la dureza material, pero una respiración diferente a la de la asfixia madrileña.

Pero, más allá de la presión cotidiana, a través de estos dos cuadernos de anotaciones asistimos a una dificultosa evolución a través de una técnica que, al parecer, nadie estaba en condiciones de suministrarle metódicamente. ¿Por qué copia Falla un libro de armonía, en el fondo elemental, con una caligrafía cuidada, capítulo a capítulo, como un juvenil Pierre Menard? Quizá la clave esté en lo que el editor de esta publicación, Yvan Nommick, señala: Falla es un autodidacta en composición, así como su mentor, Pedrell, también lo había sido, y este cuaderno nos guía por sus tanteos, porque poco a poco deja de ser un método de armonía (Falla todavía escribirá harmonía, a la vieja manera) y se llena de todo tipo de anotaciones musicales: orquestación, análisis -éstos sí, como anotaciones personales-, listas de libros y partituras a adquirir... Se puede hasta reconstruir los conciertos que oyó y en qué versiones.

Estamos, en fin, ante un vasto programa de formación autodidacta conducido con la misma meticulosidad con la que Falla controla hasta el más mínimo gasto de su vida privada. En Madrid, ese programa avanza por la hojarasca de la armonía elemental, las notas sobre orquestación ligadas aún a la miseria de la vida zarzuelística, los libros (seguramente sugeridos por Pedrell) sobre repertorios populares, canto gregoriano, acústica... En París, el programa autoformativo ya es un plan de visitas a grandes figuras: Dukas, Debussy (del que las cartas conservadas en el Archivo Falla denotan una regularidad que no puede ser ajena a un cierto tipo de tutela pedagógica), los conciertos trascendentales, el estímulo de la vida musical, etcétera.

El autodidactismo no fue

una anomalía en esos años, también lo fueron Schoenberg o Stravinsky (y este último en circunstancias muy parecidas a las de Falla), aunque sí una paradoja en plena edad de oro de los conservatorios. Pero lo que sí es una grave anomalía es la autocomplacencia en nuestras miserias formativas que la santificación biográfica de Falla ha querido cubrir. Los Apuntes de harmonía reflejan una realidad desoladora, el día a día es sórdido en cuanto miramos por encima de la peripecia de Falla, y cien años después no es descabellado preguntarnos si hemos sacado las conclusiones de esta lección. Ciertamente, muchas cosas han cambiado, pero, ¿realmente, un Falla de nuestros días está en condiciones de dejar de mirar más allá de nuestras fronteras?

La riqueza de un legado

EL CUADERNO Apuntes de harmonía forma parte del legado Falla que conserva el Archivo granadino que lleva su nombre; la Agenda de París, por su parte, se conserva en el Museu-Arxiu de Montblanc i Comarca y está incluida en un legado donado por Josep Andreu i Abelló, un exiliado catalán que lo adquirió junto con otros documentos a un librero de viejo en París. Por ello, esta edición, última de las que ofrece regularmente el Archivo Manuel de Falla, también es doble; Apuntes ha estado al cuidado de Yvan Nommick, director de la colección y director musical del Archivo, mientras que la Agenda ha sido estudiada por el musicólogo catalán Francesc Bonastre.

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