Tribuna:DEBATE

Discurso y realidad

Para dar cuenta del ascenso de la extrema derecha conviene poner en relación la profunda transformación del Estado, que comporta la apertura económica a entidades supranacionales más amplias, con la creciente presión migratoria, consecuencia también de la globalización que se manifiesta, tanto en la internacionalización de la producción, no ya sólo obra de las grandes multinacionales, como en la rápida circulación de capitales, a menudo sólo especulativos, de un país a otro. Ambos procesos empujan a una parte de la población a intentar establecerse en los centros de poder económico y de bienes...

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Para dar cuenta del ascenso de la extrema derecha conviene poner en relación la profunda transformación del Estado, que comporta la apertura económica a entidades supranacionales más amplias, con la creciente presión migratoria, consecuencia también de la globalización que se manifiesta, tanto en la internacionalización de la producción, no ya sólo obra de las grandes multinacionales, como en la rápida circulación de capitales, a menudo sólo especulativos, de un país a otro. Ambos procesos empujan a una parte de la población a intentar establecerse en los centros de poder económico y de bienestar social. La revolución en las comunicaciones y en la información facilita las inversiones extranjeras, pero también los movimientos masivos de población. Por mucho que nos empeñemos en negarlo y por grandes que sean los obstáculos que pongamos, el mercado de trabajo también se globaliza. El resultado es que los trabajadores no cualificados tienen que competir con los del Tercer Mundo -la producción se traslada a los países con salarios más bajos- y con los inmigrantes que de allí vienen, dispuestos también a trabajar por salarios menores. La globalización favorece al mundo empresarial más competitivo y a los sectores sociales mejor preparados, es decir, a todos aquellos capaces de imponerse más allá de las fronteras; perjudica, en cambio, a los grupos sociales que tienen que competir con el Tercer Mundo. En primer lugar, al sector agrario que, aunque numéricamente pequeño, con su estado de ánimo influye sobre la población rural, es decir, aquella que vive en poblaciones de menos de 5.000 habitantes. A la larga, no se podrán mantener las subvenciones a la agricultura; además de que contradicen la filosofía liberal que predicamos, habrá que terminar comprando los productos de estos países, si no queremos que emigren todos a nuestras ciudades. Ayudar al desarrollo significa, en primer lugar, abrir los mercados a sus productos. En 50.000 millones de dólares se cifra la ayuda del mundo desarrollado al Tercer Mundo. En 150.000 millones, las pérdidas por no poder exportarnos lo que producen. Estamos ya pagando con la presión emigratoria los altos costos de una agricultura subvencionada.

En la llamada 'sociedad de los tres tercios', a dos partes les va cada vez mejor, pero la tercera lucha con el miedo en un mundo que cambia rápidamente, pero a peor para ellos, con la amenaza de que se desplome el Estado social, junto con el Estado de las subvenciones. Cada vez peor protegidos, los sectores sociales más débiles se enfrentan a una población inmigrante en rápido aumento que trabaja por salarios que no les parecen aceptables, a la vez que ocupa los servicios sociales que consideran propios. El inmigrante compite con la población marginal no sólo en el trabajo; también en la convivencia en los mismos barrios y con acceso a los mismos servicios: guarderías, colegios, hospitales. En este ambiente se reproducen comportamientos y agresiones que tuvieron su origen en las colonias. Así como el blanco pobre se consideró superior, con derechos especiales, frente al indígena, ahora se siente lo mismo ante el inmigrante. Las ideologías y estructuras racistas, propias del colonialismo, se reproducen en la metrópoli. La xenofobia racista actualiza los prejuicios que nacieron en las colonias y que ya en el pasado alimentaron a la extrema derecha. Es cosa bien probada que racismo, xenofobia y mentalidades de ultraderecha son un subproducto del colonialismo.

Desde los barrios elegantes, donde al inmigrante sólo se le percibe, si acaso, como servidor doméstico, cabe elevar la voz contra el racismo y la xenofobia, pero es un discurso que tiene otra lectura entre la población marginal que compite con el inmigrante. Evidentemente, que no se debe bajar la guardia en cuestión tan importante, como es la igualdad de derechos de todos los humanos, pero una cosa es el discurso y otra crear las condiciones para que lo que se propugna se vaya acercando a la realidad. Precisamente, de la contradicción entre principios democráticos proclamados y experiencias sociales vividas se nutre la extrema derecha. Ello no impide reconocer que la propuesta de resucitar al Estado nacional, en su forma más descarnadamente autoritaria, no sólo no aguanta la menor crítica, es que es totalmente ilusoria. El sueño retrógado de un Estado autárquico lleva en su seno el autoritarismo clasista más reaccionario, pero suena bien a muchos que creen descubrir en el inmigrante el origen de todos sus males, o que no pueden soportar que se les iguale con los que consideran inferiores.

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Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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