Editorial:

Los juicios de Malabo

Teodoro Obiang es un ferviente partidario de los juicios sumarísimos masivos cuyo escenario de rigor se sitúa en el cine Marfil de Malabo. Allí ha comenzado otra de las farsas a las que el dictador ecuatoguineano recurre regularmente para mantener a raya a sus oponentes políticos. Esta vez no son miembros de la etnia minoritaria bubi como en 1998; ahora se trata de opositores civiles y militares de diferentes grupos a los que se acusa de planear el año pasado el asesinato del presidente y un golpe de Estado en el país africano. Para 8 de los 144 procesados se pide la pena de muerte; para otros...

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Teodoro Obiang es un ferviente partidario de los juicios sumarísimos masivos cuyo escenario de rigor se sitúa en el cine Marfil de Malabo. Allí ha comenzado otra de las farsas a las que el dictador ecuatoguineano recurre regularmente para mantener a raya a sus oponentes políticos. Esta vez no son miembros de la etnia minoritaria bubi como en 1998; ahora se trata de opositores civiles y militares de diferentes grupos a los que se acusa de planear el año pasado el asesinato del presidente y un golpe de Estado en el país africano. Para 8 de los 144 procesados se pide la pena de muerte; para otros 18, hasta 20 años de cárcel. Como suele ser regla en estos espectáculos seudojudiciales, no se sostienen ni las pruebas de la acusación, ni el procedimiento, ni las oportunidades de defensa otorgadas a los acusados.

Obiang Nguema ha recurrido a la técnica de alternar las promesas incumplidas de apertura -baste recordar a este propósito los esperpénticos comicios de 1999- con una mano de hierro contra cualquiera que pretendiera tomárselas en serio. La realidad es que no ha hecho un solo gesto para desmantelar el aparato represivo en que sustenta su poder absoluto; por el contrario, se ha ido afirmando a medida que se hacía evidente la riqueza petrolífera de su país, cuya producción se ha multiplicado en los últimos años y donde empresas estadounidenses manejan la parte del león.

El petróleo ha tenido, entre otras, la virtud de aflojar la cuarentena europea sobre el caudillo tribal por sus violaciones flagrantes de los derechos más elementales. Lamentablemente, a esa actitud parece haberse sumado el Gobierno español. A las denuncias consistentes de la situación ecuatoguineana en años pasados le ha sucedido una sordina ilustrada por los repetidos encuentros de Obiang con José María Aznar. La situación, sin embargo, no admite paños calientes. España suma a sus especiales responsabilidades como antigua potencia colonial las derivadas de la presidencia de turno de la Unión Europea. En esa doble condición debe hacer oír inequívocamente su voz para denunciar el último desmán del recalcitrante Obiang.

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