Crítica:PENSAR ESCRIBIENDO

Razones para leer a Ferlosio

1. Recordar la lengua que hablamos. Así como amar a alguien no consiste en firmarle papeles ni en comprarle regalos, sino en quererle, así el amor a la lengua no se prueba promulgando leyes que la protejan o subvencionando obras sólo nominalmente escritas en ella. Así se embalsama un cadáver o se saca brillo a un arma de fuego. Amar la lengua es usarla. Que nosotros ya no usamos la nuestra es algo que habitualmente se nos olvida, y que sólo tenemos ocasión de recordar cuando encontramos la regla misma encarnada en un maestro, y esto es lo que nos ocurre al leer a Rafael Sá...

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1. Recordar la lengua que hablamos. Así como amar a alguien no consiste en firmarle papeles ni en comprarle regalos, sino en quererle, así el amor a la lengua no se prueba promulgando leyes que la protejan o subvencionando obras sólo nominalmente escritas en ella. Así se embalsama un cadáver o se saca brillo a un arma de fuego. Amar la lengua es usarla. Que nosotros ya no usamos la nuestra es algo que habitualmente se nos olvida, y que sólo tenemos ocasión de recordar cuando encontramos la regla misma encarnada en un maestro, y esto es lo que nos ocurre al leer a Rafael Sánchez Ferlosio, cosa que pocos hablantes pueden hacer sin sentir vergüenza de hablar y escribir como solemos hacerlo. Sólo aparentemente contradice lo anterior el hecho de que él sea lo menos parecido a lo que habitualmente consideramos como 'un gran estilista' (algo que siempre tiene connotaciones de refinamiento elegante, brillantez pulida y hasta cursilería): que alguien que es, no de los que mejor escriben, sino de los pocos que lo hacen bien, se haya empleado con todos sus recursos y desde hace muchos años en una causa que no es ya la de la simple literatura (en la cual tenía bien ganado un puesto de cabeza), es un hecho que no habla demasiado bien de la literatura misma o de aquello en lo que se ha convertido. Así como sólo escribe verdaderamente quien escribe de algo, así tampoco puede llamarse 'escribir bien' a lo que alguien hace con el sólo propósito de 'escribir bien', porque escribir bien de algo no es usar las palabras con elegancia, sino decir la verdad sobre ello en la medida de las propias fuerzas, cosa que no tendría por qué estar reñida de suyo con la literatura. La belleza que hay en estos escritos -que es mucha y grande- no es el reflejo luminoso de palabras abrillantadas, sino lo que los clásicos llamaban la luz de la verdad (el único 'esplendor' del cual, en rigor, deberían ocuparse los académicos de la Española). Por lo mismo, la fealdad que, por contraste, descubrimos en nuestro uso ordinario de la palabra no es una fealdad estética debida al desgaste, a la influencia de otras lenguas, a las urgencias de la vida moderna o a las nuevas tecnologías, es la fealdad de la mentira y, por tanto, una fealdad moral. Quienes lean la parte de este libro dedicada a la educación, difícilmente podrán dejar de comprender lo estéril de la polémica que enfrenta a quienes quieren que los escolares aprendan una lista de ríos (los de su Comunidad, o los de su pueblo) contra quienes quieren que se aprendan otra (los de su país o los del mundo), ya que ni unos ni otros están interesados en lo único que de verdad importa: que quienes estudian aprendan qué demonios es un río (o, lo que es lo mismo, cuál es el significado cabal de la palabra 'río').

LA HIJA DE LA GUERRA Y LA MADRE DE LA PATRIA

Rafael Sánchez Ferlosio Destino. Barcelona, 2002 224 páginas. 15 euros

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2. No confundir el hecho y el derecho. Sánchez Ferlosio renunciaría gustoso al título de escritor (para poder escribir en paz) si no fuera porque algo le empuja a publicar: esa forma de mentira cuyos efectos se miden en sufrimiento, esa falta gramatical que es también una falta moral. Como otras pero a su manera, nuestra época arrastra la paradoja de proclamar unos derechos universales que empujan a los individuos a una esfera pública tan ancha como la humanidad común, por una parte, y por otra encerrarles en ciertas entidades abstractas (las naciones) a las que se les liga convirtiéndolas en patrias, es decir, suelos sagrados por los cuales están obligados a derramar hasta la última gota de su sangre como hicieron sus ancestros en la guerra fundacional de su identidad. Hay cierto consenso en que el primer aspecto -al que se solía llamar ilustración y que se encaminaba a hacer de los menores adultos responsables- no atraviesa por su mejor momento, mientras que se beneficia de una segunda o tercera juventud el segundo, que mantiene a los mortales en minoría de edad y, al estilio de la mafia, les obliga a combatir en el nombre del padre muerto (y, por tanto, en el nombre de la muerte, padre último de esta contienda). Es un combate interminable que se realimenta cada vez que las partes se ponen a contar sus cadáveres como agravios que les van cargando de razón para causar al enemigo un número de bajas equivalente, sin que el debe y el haber puedan jamás coincidir porque, como en las disputas infantiles, es imposible saber 'quién empezó primero' (o porque, como diría Chester Himes, esto lo empezó 'un ciego con una pistola'). El proceso adquiere por este medio un carácter de necesidad colectiva ('no queda otro remedio') que, al eliminar la libertad que reside en la posibilidad de desistir, de abandonar el círculo vicioso, elimina también la responsabilidad de quienes intervienen en la masacre, ya sean víctimas o verdugos, que se considerarán a sí mismos como instrumentos de Dios o de la Historia. Que éstos sean los hechos de la historia, el sangriento material del cual está compuesta, nadie vendrá a negarlo. Pero elevar la atrocidad fáctica a la categoría ética de deber (como lo han hecho esos 60 'intelectuales' que han firmado la encíclica que confiere a Estados Unidos el derecho moral a la victoria absoluta e incondicional, allí donde ya tenían más que concedida por los hechos la superioridad material) es precisamente el tipo de 'justificación del sufrimiento' contra la cual no ha dejado de luchar un solo minuto Rafael Sánchez Ferlosio: quien defiende la palabra, 'lo que los hombres tienen en común, la más ubicua y más inalienablemente impersonal de las cosas visibles e invisibles', no puede tolerar esa forma de escribir mal que consiste en aceptar que 'lo único que hay' se convierta subrepticiamente en 'lo único que podría haber'.

3. Aprender a ver. Y, aunque pueda parecer extraño, la única posibilidad de abandonar ese círculo infernal está ligada a que los menores de edad se conviertan en adultos, o sea, a que cumplan el camino de exteriorización que va de su casa (su nación o su patria) a la escuela (el espacio público virtualmente universal y común) y aprendan cosas como qué es verdaderamente un río. La maestría precisa para aprender esto, y su relación con lo 'innecesario' que salva la libertad y separa el hecho del derecho sale a relucir en esos pecios en donde un gato esquiva los cristales de una tapia, el tiempo retrocede, la maldad infinita reaparece al atardecer o un perro tirita en El séptimo sello. No son ejercicios, son ejemplos magistrales en donde atisbar qué es un gato, un atardecer o un sentimiento piadoso, instantáneas en donde la sabiduría también se llama poesía (aprender a nombrar las cosas como si nunca antes las hubiéramos visto, en suma: aprender a hablar y a decir lo que vemos), que quizá explican por qué el mejor prosista de nuestros días cierra su libro con un poema, un poema desesperado cuya última palabra es esperanza.

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