Editorial:

Huelga en Italia

La primera huelga general en 20 años ha sido seguida en Italia por una gran parte de los asalariados, aunque con estimaciones muy dispares. La confrontación entre las tres principales centrales sindicales y el Gobierno derechista de Berlusconi, gestada durante meses, ha tenido por estandarte la intangibilidad del artículo 18 del Estatuto de los Trabajadores, una ley de 1970 que hace, según el Gobierno italiano, muy rígido el mercado laboral y que el primer ministro, apoyado por los empresarios, se propuso cambiar a su llegada al poder el año pasado. El precepto obliga a los patronos a readmiti...

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La primera huelga general en 20 años ha sido seguida en Italia por una gran parte de los asalariados, aunque con estimaciones muy dispares. La confrontación entre las tres principales centrales sindicales y el Gobierno derechista de Berlusconi, gestada durante meses, ha tenido por estandarte la intangibilidad del artículo 18 del Estatuto de los Trabajadores, una ley de 1970 que hace, según el Gobierno italiano, muy rígido el mercado laboral y que el primer ministro, apoyado por los empresarios, se propuso cambiar a su llegada al poder el año pasado. El precepto obliga a los patronos a readmitir a empleados despedidos injustificadamente en opinión de los jueces.

El famoso artículo 18, aunque obviamente detestado por los sindicatos, es más un símbolo que una verdadera bandera de combate, y la reforma prevista, una de las muchas que el encorsetado marco legal italiano necesita para modernizarse, menos decisiva de lo que se presenta: de hecho, prácticamente no afectaría a los empleados actuales. Además de los expertos más solventes, lo saben el Gobierno y las confederaciones convocantes de la huelga, dos de las cuales ya han anunciado su disposición a volver a la mesa negociadora. La tercera y más influyente, la CGIL de Sergio Cofferati, se muestra renuente, pero por otros motivos. El combativo Cofferati apuesta cada vez más por convertirse en aglutinante de la fragmentada y abúlica oposición de centro-izquierda, incapaz de amenazar a Berlusconi.

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Hay argumentos de peso para el entendimiento entre Gobierno y sindicatos en el inevitable toma y daca de las reformas en el horizonte para hacer a Italia más competitiva. Uno es que Berlusconi no olvida el papel de las centrales en la caída de su Gobierno en 1994, tras sólo siete meses. El primer ministro es ahora más cauto y no está por la confrontación abierta. Otro, que las centrales italianas más representativas han conseguido la soñada unidad para la huelga de ayer, pero son más débiles que hace 20 años y es más que dudoso que estén en condiciones de repetir sin fisuras, que no pueden permitirse, su demostración de fuerza.

La verdadera razón de la huelga es de fuero. Las centrales italianas son un magma de once millones de afiliados que no está dispuesto a perder su condición de interlocutor privilegiado, mantenida desde la Segunda Guerra Mundial, en la configuración del perfil político-social de su país. El magnate Berlusconi, que en su año escaso de Gobierno se ha visto obligado a hacer frente a una serie de crisis más o menos menores (desde su desafortunado magisterio sobre cristianismo e islam hasta la dimisión del ministro de Exteriores, pasando por la reciente avalancha de refugiados kurdos), se verá obligado ahora a adoptar una actitud menos belicosa con los sindicatos. En Italia hay un creciente sentimiento de impaciencia y desilusión por la nonata modernización prometida por Il Cavaliere, pero no parece que el aviso de ayer vaya a ser la guillotina de una peculiar coalición que, pese a todo, mantiene un sólido control en las dos Cámaras del Parlamento.

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