Tribuna:

Derechos de los vascos

Más de un lector se pondrá nervioso al ver juntas las palabras derecho y vasco. Pueden estar tranquilos: no es mi intención volver a disertar sobre los derechos históricos de los vascos, de Euskadi, de las provincias vascas, de las instituciones forales, o de lo que sea, ni del derecho de autodeterminación.

Me voy a referir a otro tipo de derechos, que ni siquiera sé si merecen el nombre de derechos. En cualquier caso me gustaría referirme a derechos con minúscula y sin artículo determinante que les preceda. Desde luego no me voy a referir a derechos humanos, pues comparto la idea de Mi...

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Más de un lector se pondrá nervioso al ver juntas las palabras derecho y vasco. Pueden estar tranquilos: no es mi intención volver a disertar sobre los derechos históricos de los vascos, de Euskadi, de las provincias vascas, de las instituciones forales, o de lo que sea, ni del derecho de autodeterminación.

Me voy a referir a otro tipo de derechos, que ni siquiera sé si merecen el nombre de derechos. En cualquier caso me gustaría referirme a derechos con minúscula y sin artículo determinante que les preceda. Desde luego no me voy a referir a derechos humanos, pues comparto la idea de Michael Walzer de que derechos humanos pocos, si queremos que de verdad sean universales. Me gustaría hablar de algo que casi se puede considerar una banalidad, de algo tan difuso como el derecho a ser normal, a sabiendas de la complejidad teórica y práctica de cualquier definición de normalidad.

Por muy abrumado que se sienta un ciudadano vasco nacionalista por mor del conflicto histórico que le ha tocado como destino, lo que sucede en el mundo no le deja indiferente, y trata de encontrar ayudas para poder entender, interpretar y valorar lo que sucede en las sociedades actuales, en el mundo de la cultura occidental, y en el ámbito amplio y al parecer sin límites de lo que hemos dado en llamar la globalidad.

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Y se encuentra, por ejemplo, con alguna interpretación de la situación actual descrita como una pérdida del espacio político, como una situación caracterizada por la necesidad de buscar la política, de hacer frente a la extensión del ámbito privado a esferas que estaban neutralizadas frente a él. La recuperación del ágora, del foro del debate público político situado entre el ámbito de la administración pública y el ámbito de la vida privada es algo totalmente necesario, según Zygmunt Baumann.

Ese análisis se corresponde bastante con la visión crítica que otros autores dan de las sociedades modernas, en las cuales se está dando un proceso de invisibilización del poder, de la autoridad y de la responsabilidad. Acompañando a la tremenda presión del tiempo presente, de la presentización de una modernidad desbocada que sin saber adónde va ni de dónde viene sólo sabe que debe permanecer continuamente en movimiento, en cambio permanente, desaparecen las referencias fuertes, las instituciones con visibilidad, el poder localizable, claramente ubicado, como analiza Jean-Pierre Le Goff.

Y como consecuencia de esas tendencias algún otro autor nos hablará de 'la corrosión del carácter' -Richard Sennet-, porque los individuos que pululan por estas sociedades que empiezan a ser amorfas, constreñidos a vivir en organizaciones invisibles, no localizables, sin poder visible, en estructuras de red, inasibles, terminan sin saber quiénes son, porque no encuentran un enfrente claro ante el cual constituirse con personalidad y carácter.

Claro que estos elementos de crítica cultural y política de la cultura moderna, de las sociedades modernas, ya estaban formulados muchos años antes por otros autores que habían percibido con claridad que la modernidad incluía elementos de disolución de la objetividad de las instituciones, y que por ello dejaban al individuo moderno sin sostén exterior objetivo alguno -Arnold Gehlen-.

La comparación entre estos dos momentos de crítica de la modernidad, y de sus implicaciones, es un elemento de debate fundamental para el futuro de las sociedades modernas, porque en él se decide si la modernidad será capaz de desarrollarse conservando las grandes y, en mi opinión, irrenunciables conquistas relativas a las garantías institucionales de la libertad y del derecho, o si de la anorexia de la democracia surgirán nuevos totalitarismos -Jean-Pierre Le Goff-.

Un debate que tiene mucho que ver con los problemas de delimitación entre pluralismo y multiculturalismo que recientemente han ocupado las páginas de los periódicos. Se podrá o no estar de acuerdo con la delimitación que propone Sartori, para quien precisamente la obligación de defender el pluralismo hace necesario evitar el multiculturalismo, implicando que éste conlleva la absolutización, y con ello la incomunicación, de determinados valores culturales. En una situación de incomunicación, afirma Sartori, con razón, que el pluralismo no es posible, sino que las sociedades plurales se rompen en multitud de sociedades cerradas y homogéneas.

La historia, pues, sigue, también para los vascos, preocupándose poco del conflicto histórico vasco. La historia sigue porque la cultura moderna se transforma, porque surgen nuevos problemas de las contradicciones previas, porque los cambios técnicos, científicos y económicos hacen que las respuestas conceptuales e institucionales previas no sean suficientes, se agoten, se muestren como obstáculos a la nueva libertad posible, o porque las nuevas tendencias son tan preocupantes que nos agudizan la conciencia de la necesidad de salvaguardar, aunque sea cambiándolos, los principios que han permitido el desarrollo del Estado de derecho.

A mí, y estoy seguro que a muchos vascos más, nos gustaría participar en este debate, en la aventura de repensar los fundamentos de la cultura moderna, nos gustaría formarnos opinión sobre lo que está sucediendo en nuestro mundo occidental y global, nos gustaría debatir, discutir sobre los nuevos planteamientos.

Pero no podemos, porque estamos crucificados al contencioso, al problema, al conflicto vasco, algo que está formulado en términos del siglo XIX, algo que nos tiene anclados en la historia, fijados en un momento irresuelto y que nos impide caminar con los demás, compartir una historia en movimiento, porque parece que previamente tenemos que cortar el nudo gordiano que se nos ha formado como un coágulo arterial que impide que la sangre siga en movimiento.

En algún momento del conceptualmente esperpéntico debate político vasco alguien ha afirmado que no podemos estar siempre sin resolver un problema que nos ata al siglo XIX. A lo que bien podríamos responder diciendo que la historia lo está resolviendo en la medida en que ya no tiene sentido plantear los problemas en las categorías y en los términos del siglo XIX. Podríamos responder diciendo que la sociedad vasca ya lo ha resuelto en la medida en que ha dicho que no quiere acomodarse a las previsiones que sustentaban los planteamientos del siglo XIX: una sociedad homogénea lingüística y culturalmente, en el sentimiento de identificación nacional y en la voluntad de contar por todo ello necesariamente con un Estado propio.

Pero parece que los vascos no tenemos derecho a avanzar con la historia. Parece que tenemos que seguir, cual modernos Sísifos, llevando nuestra carga pétrea hasta la cima del monte sin poder alcanzarla nunca, y volver a empezar en el mismo sitio. Parece que para tener futuro tenemos que haber resuelto, como los demás, una cuestión histórica que tuvo su tiempo. Porque no se dieron, especialmente en el interior de la sociedad vasca, las condiciones para ser como los demás en la cuestión histórica del siglo XIX, algunos nos quieren condenar a no ser como los demás en el siglo XXI.

Y en esos algunos incluyo a todos aquellos no vascos que desde fuera, y rememorando su época de militantes románticos que soñaban con alguna revolución capaz de producir totalidad y pureza, sabiendo que eso hoy no es posible en sus sociedades, ni deseable bajo ningún punto de vista, sí consideran sin embargo bueno que en algún rincón de Europa, a las faldas de los Pirineos, siga existiendo un lugar en el que se puede soñar, subsidiariamente, el mismo sueño romántico de su juventud, pero a costa de otras gentes, a costa de la historia de otras personas, a costa de la anormalidad de otra sociedad.

Tengo la impresión de que todavía hay demasiados que no tienen empacho en afirmar que la solución para los problemas de Euskadi radica en algo que no lo quieren de ninguna manera para la sociedad en la que ellos viven. Saben que democracia sólo es posible dejando de lado las ideas de pureza, de totalidad, de comienzos absolutos, no poniendo a cero el reloj de la historia, asumiendo los muchos condicionamientos que ésta impone.

Pero no ven ningún obstáculo en recomendarnos a los vascos que pasemos por las horcas caudinas del comienzo absoluto, del diálogo sin condiciones ni exclusiones, de la homogeneidad del ámbito vasco de decisión, de la constitución formal de un sujeto que no existe en la realidad social histórica. Sabiendo que este tipo de decisiones pondría al borde de la quiebra sus sociedades, han hecho las paces con la historia, con la institucionalización democrática, con la relatividad de la normalidad, pero siguen viviendo el sueño de que eso es posible, debe ser posible allí donde según los escritores románticos vive un pueblo saltarín, primigenio e incontaminado.

Quiero dejar de ser 'le basque bondissant' de esos románticos, quiero dejar de ser primigenio, quiero estar contaminado por la historia contingente y condicionante, quiero ser moderno o posmoderno o lo que se tercie, quiero participar en el curso de la historia y en sus debates, quiero dejar de estar atado al nudo gordiano del XIX, imposible de cortar porque ni la sociedad vasca ni la historia lo han querido. Y bastante presión se ejerce dentro de la sociedad vasca para no salir del conflicto formulado en términos de historia pasada para que, también desde fuera, románticos que quieren revivir sus sueños de juventud por medio de sustitutos nos fuercen a seguir anclados en una historia sin solución.

Pido para los vascos el simple derecho a la normalidad de seguir caminando con los demás en los avatares de la historia con todos sus nuevos problemas. ¿Será mucho pedir?

Joseba Arregi fue consejero de Cultura del Gobierno vasco y parlamentario por el PNV.

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