Editorial:

La guerra sigue

La paz en Afganistán es todavía un espejismo. Cuando decaía su reflejo informativo, he aquí que resurgen los combates para recordarnos que el conflicto nacido de los atentados del 11 de septiembre sigue vivo; y, a juzgar por los resultados de los últimos enfrentamientos entre tropas aliadas e importantes focos de Al Qaeda, más encarnizado que nunca. En pocos días han muerto más soldados occidentales, al menos 13, que desde que comenzara la guerra; aun cuando los últimos cinco, tres daneses y dos alemanes, lo fueran ayer manipulando armamento.

Atrás han quedado los días en que parecía qu...

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La paz en Afganistán es todavía un espejismo. Cuando decaía su reflejo informativo, he aquí que resurgen los combates para recordarnos que el conflicto nacido de los atentados del 11 de septiembre sigue vivo; y, a juzgar por los resultados de los últimos enfrentamientos entre tropas aliadas e importantes focos de Al Qaeda, más encarnizado que nunca. En pocos días han muerto más soldados occidentales, al menos 13, que desde que comenzara la guerra; aun cuando los últimos cinco, tres daneses y dos alemanes, lo fueran ayer manipulando armamento.

Atrás han quedado los días en que parecía que la contienda emprendida por EE UU contra los talibanes y Osama Bin Laden acabaría resolviéndose exclusivamente por la acción combinada de armas inteligentes. Ahora, en las montañas al sur de Kabul que bordean Pakistán, la guerra aérea de alta tecnología cede ante la acción terrestre. Y en la Operación Anaconda, alrededor de 2.000 soldados aliados han tenido que replegarse, incapaces de vencer la resistencia de varios cientos de fanáticos bien pertrechados -muchos de los que huyeron desde Tora Bora a Pakistán tras el colapso talibán en diciembre-, reagrupados y fortificados en poco más de 150 kilómetros cuadrados.

La nueva fase bélica ha significado el bautismo operativo de tropas europeas en combates a gran escala en Afganistán. Aviones franceses bombardean junto con los estadounidenses. En tierra, fuerzas especiales de Alemania, Noruega o Dinamarca enfilan con las canadienses o australianas los desfiladeros de Shahi-kot. La renuencia inicial de EE UU a permitir la participación de sus socios se ha trocado en bienvenida a medida que el conflicto deriva hacia riesgos personales mucho mayores.

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La guerra inacabada muestra la necesidad ineludible de que Afganistán se dote de unas fuerzas armadas propias, capaces de afrontar la estabilización de su país una vez que la coalición occidental dé por finalizado el grueso de sus operaciones. El resurgir de la resistencia talibán, además, representa un desafío directo a la supervivencia del Gobierno de Kabul, protegido casi exclusivamente por los 4.500 soldados internacionales, españoles entre ellos, que garantizan la seguridad en la capital. Una fuerza que debe ser aumentada en número y radio de acción para prevenir situaciones peores.

El desmembrado país asiático vive, además de la lucha contra Al Qaeda, la de sus propios señores feudales, inveterados creyentes en que no hay más autoridad que la propia y convencidos de que la idea de un Gobierno central en Kabul es una entelequia. En este sentido, resulta prometedora la reunión de ayer del presidente Ahmid Karzai con los más significados líderes tribales con tropas a sus órdenes, en la que éstos habrían garantizado cooperar para formar un ejército disciplinado y neutral ante los conflictos internos. Pero eso puede llevar años.

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