Tribuna:

Europa tras el 11 de septiembre

El papel de la Unión Europea en la nueva realidad internacional vuelve a ser objeto de preocupación, tanto si se trata de hacer una contribución específica a la paz en el conflicto israelo-palestino cuanto si hay que tomar posiciones en relación con las propuestas de Estados Unidos.

En realidad, la dimensión exterior de la construcción europea ha sido objeto de debates permanentes entre sus miembros, incluida la etapa previa a su constitución como Unión Europea. Pero, a partir del Tratado de la Unión con las propuestas monetarias que dieron lugar al euro, se planteó con agudeza sin prec...

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El papel de la Unión Europea en la nueva realidad internacional vuelve a ser objeto de preocupación, tanto si se trata de hacer una contribución específica a la paz en el conflicto israelo-palestino cuanto si hay que tomar posiciones en relación con las propuestas de Estados Unidos.

En realidad, la dimensión exterior de la construcción europea ha sido objeto de debates permanentes entre sus miembros, incluida la etapa previa a su constitución como Unión Europea. Pero, a partir del Tratado de la Unión con las propuestas monetarias que dieron lugar al euro, se planteó con agudeza sin precedentes la necesidad de avanzar hacia una política exterior y de seguridad común, junto a la creación y desarrollo de un espacio de Justicia e Interior que permitiera luchar contra la criminalidad organizada en la Europa sin fronteras.

No sólo la dinámica interna ponía de manifiesto la incoherencia entre la potencia económica y comercial de la Unión y su fragilidad como actor político en la escena mundial, sino que la caída del muro de Berlín, la desaparición del Pacto de Varsovia y la subsiguiente liquidación de la Unión Soviética, obligaban a revisar el papel de la Organización del Tratado del Atlántico Norte y, por ende, el de los socios europeos, estuvieran o no integrados en el Pacto Atlántico. Un nuevo orden internacional -político y de seguridad- trataba de emerger y los europeos debían situarse en él.

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Hace más de una década, en Roma, se planteó a fondo la adaptación de la OTAN a las nuevas circunstancias. Ni por un solo momento se cuestionó su pervivencia frente a la desaparición del enemigo de referencia. Desde entonces, como si el vínculo con EE UU nos defendiera de nosotros mismos, no sólo de la amenaza soviética, la UE ha reiterado, una y otra vez, que cualquier paso en la dirección de desarrollar la política exterior y de seguridad excluía el distanciamiento del Pacto Atlántico, e incluía -expresamente- la lealtad con el socio americano. Cualquier desarrollo de una política de defensa y seguridad europeas se concebía, como máximo, como el reforzamiento del pilar europeo de la Alianza.

No podía ser de otra manera, no sólo por la historia que acabo de recordar, sino por la incapacidad y/o la falta de voluntad de los países de la Unión para dotarse de medios que permitieran desarrollar un papel relativamente autónomo del socio americano. Como no se ha inventado una política exterior relevante sin el acompañamiento de una política de seguridad, este factor ha de tenerse en cuenta para cualquier aproximación a nuestro papel como europeos en el nuevo escenario mundial.

Para no generar confusión debo aclarar que he defendido en los debates europeos el mantenimiento del vínculo atlántico como la fórmula más adecuada para la seguridad europea. Pero esta aproximación me parecía compatible con un esfuerzo europeo mayor y con la definición de un papel propio compatible con esos vínculos.

Los desafíos planteados por la revolución tecnológica -mundialización de la información, de la economía o de las finanzas- no han sido considerados en los debates europeos sobre su papel en el mundo, hasta que los movimientos antiglobalización han irrumpido con fuerza en los foros internacionales más diversos, incluidos los de la Unión Europea.

Por eso, a pesar de la aceleración introducida por la dinámica interna en la década de la galopada europea, y los acontecimientos externos desde la caída del muro de Berlín, la discusión sobre la política exterior y de seguridad no incorporaba ese factor clave en la transformación del mundo que ha venido en llamarse la globalización.

Y, cuando el debate sobre los efectos de la globalización empezaba a tomar cuerpo, en particular en relación con la mayor o menor capacidad de EE UU para responder eficientemente al fenómeno en términos de competitividad, el terrible atentado a las Torres Gemelas y al Pentágono cambia radicalmente el escenario en materia de seguridad internacional.

Además, la crisis de la economía estadounidense arrastró en pocos meses a la Unión Europea, dejando al pairo la pretendida autonomía de Europa en materia económica y su capacidad para tomar el relevo de la locomotora americana.

La Unión Europea, tras el 11 de septiembre, ni siquiera es mencionada por el presidente norteamericano en el discurso sobre el Estado de la Unión. En la nueva política de seguridad americana, ni la Unión Europea, ni siquiera la OTAN, parecen tener un papel relevante.

La conclusión de estos dos elementos combinados -poca relevancia en la economía global y menos en la seguridad global- se refleja en el fracaso de la iniciativa de reconocimiento del Estado Palestino en el Consejo de Asuntos Generales del día 18, corrigiendo la predecisión del Consejo informal de Cáceres.

El eje del mal ocupa todo el espacio acompañado de un incremento espectacular en los gastos de defensa estadounidenses. El discurso es una clara definición de la voluntad de Estados Unidos de hacer una política unilateral en materia de seguridad internacional, que dispondrá, según sus prioridades, de las alianzas que considere convenientes en cada ocasión.

Cuando se produjo el ataque del 11 de septiembre, defendí la necesidad de una política solidaria con Estados Unidos. La Unión Europea tenía y tiene dos buenas razones para hacerlo. La primera, porque la amenaza terrorista no va dirigida sólo contra Estados Unidos, sino contra todos, y todos debemos contribuir a su erradicación. Y, en segundo lugar, Europa se la debe a Estados Unidos por su ayuda en las dos terribles guerras mundiales que provocó.

Sin embargo, las declaraciones de incondicionalidad con cualquier propuesta estadounidense en la lucha contra la nueva amenaza terrorista me preocuparon tanto como las posiciones de distanciamiento ante los atentados. Una relación leal con Estados Unidos, de solidaridad plena con el dolor, nos obliga a discutir seriamente, como socios, no como súbditos, lo que haya que hacer para combatir la amenaza del terror. Sólo una solidaridad sin sumisión puede ayudarnos a definir en qué consiste la amenaza y qué estrategia compartida se debe desarrollar.

Ahora, cuando el socio americano ha oído reiterar apriorísticas incondicionalidades, tenemos una gran dificultad para reaccionar aclarando que no todo lo que proponga es aceptable. Por ejemplo, atacar a Irak, o amenazar a Irán favoreciendo a los más integristas (los que hablan del imperio del mal refiriéndose a Estados

Unidos), o dar una relevancia que no tiene al sátrapa norcoreano, poco o nada tiene que ver con la eficacia en la lucha contra el terrorismo internacional e, incluso, puede contribuir a escalarlo.

Ahora se torna más difícil explicar que la amenaza del terror es ubicua, que puede no estar ligada a ningún Estado o nación como tal, y dirigirse a no importa qué país u objetivo, con procedimientos e instrumentos que poco o nada tienen que ver con los conflictos clásicos.

Ahora tendremos que recuperar el espacio perdido por otra estupidez propalada sin descanso, que declama que esos actos terroristas no tienen explicación, confundiendo -intencionadamente- que no sean justificables con que no sean explicables. ¿Cómo combatir lo que no tiene explicación? ¿Cómo prevenir racionalmente acciones de terror futuras si renunciamos a explicarnos lo que las engendra, aunque esas prácticas sean injustificables?

La nueva realidad ha reabierto el debate europeo sobre su papel en la globalización. Y este debate se ha agudizado con las críticas de algunos dirigentes europeos y las respuestas estadounidenses. Pero, en todos los supuestos, crece un sentimiento de pérdida de relevancia, oculto, con frecuencia, tras la afirmación de que la Unión no quiere jugar un papel en materia de defensa y seguridad, como si su vocación única fuera la de potencia benéfica, sin el respaldo de un poder defensivo propio.

No parece adecuado, ni siquiera posible, que la Unión Europea compita en presupuestos de defensa con Estados Unidos, pero una política de seguridad, que acompañe al propósito de aumentar la relevancia de Europa en política exterior, es absolutamente imprescindible. Si ni siquiera llegamos a un acuerdo para desarrollar un avión propio de combate, ¿cómo podemos esperar que coordinemos las políticas de defensa y seguridad, modificando la estrategia de nuestras fuerzas armadas para objetivos que son comunes y diferentes a los del pasado?

El problema no es definir nuestros gastos de defensa en función de los de Estados Unidos, sino considerar -en serio- cuáles son nuestras necesidades de acuerdo con nuestros objetivos. Si el razonamiento se hace al revés, es una tontería afirmar que queremos jugar como potencia regional relevante para evitar el creciente unilateralismo.

Podemos seguir pagando las facturas de las múltiples reconstrucciones que nos esperan. Podemos emplear efectivos en la ayuda al mantenimiento de la paz. Pero seguiremos sin pesar, o disminuyendo nuestro liviano peso en el proceso de toma de decisiones que define la orientación que quiere darse a la política de paz y seguridad en el mundo global.

¿En qué consiste la potencia europea?

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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