Tribuna:

Nacional y progresista

El Parlament de Catalunya acaba de aprobar tres leyes de derecho privado, sendos hitos del camino hacia el oficialmente anhelado código catalán de derecho patrimonial. La mayoría de los diputados de nuestro Parlament son nacionalistas, progresistas o ambas cosas a la vez, pero el encanto perverso del derecho privado radica en que no suele ser ni nacional ni progresista. ¿Cómo podrían serlo las reglas de la compraventa o las que establecen el cómputo de los plazos para reclamar el pago de una deuda? La función primordial de esta modesta rama del derecho es facilitar de forma barata que las cosa...

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El Parlament de Catalunya acaba de aprobar tres leyes de derecho privado, sendos hitos del camino hacia el oficialmente anhelado código catalán de derecho patrimonial. La mayoría de los diputados de nuestro Parlament son nacionalistas, progresistas o ambas cosas a la vez, pero el encanto perverso del derecho privado radica en que no suele ser ni nacional ni progresista. ¿Cómo podrían serlo las reglas de la compraventa o las que establecen el cómputo de los plazos para reclamar el pago de una deuda? La función primordial de esta modesta rama del derecho es facilitar de forma barata que las cosas y los servicios vayan allí donde más rinden. Entonces crecerá la riqueza de la nación, para satisfacción de los diputados más patrióticos, y habrá más recursos que distribuir a los menos favorecidos, para la de los más progresistas.

Así, por ejemplo, el código civil alemán, recién refaccionado, establece que los plazos a los que me refería hace un momento empiezan a correr un mismo día cada año, esto es, el 1 de enero: los ciudadanos, sus agentes económicos y los abogados de unos y otros podrán despreocuparse del tema durante el resto del año y dedicarse a actividades más productivas. La novedad es de cajón, perfectamente importable, pero ideológicamente sosa.

En Cataluña, en cambio, priman las razones patrióticas y solidarias sobre las económicas. Mal comienzo: un código de leyes no es un monumento nacional, sino una infraestructura, y lo mejor que se puede llegar a decir de éstas es que funcionan bien.

Y si además el pretendido monumento es feo, algo anda mal. Veamos algunos ejemplos: la nueva ley catalana de servidumbres dice que se extinguen por el no uso durante 30 años y -sigo leyendo atónito- que el no uso se empieza a contar desde que consta el desuso. Ante semejante gargarismo legal, uno se pregunta por qué no se han limitado a escribir que las servidumbres se extinguen si no se usan durante 30 años.

Al desafuero lingüístico se suman los destrozos de la corrección política, una de las plagas más ñoñas que el siglo pasado ha legado al actual: la ley, en vez de decir que el propietario puede establecer servidumbres, afirma que puede hacerlo la persona titular de la propiedad. En inglés los sustantivos son neutros, por lo que los resultados de su aplicación a aquella lengua son menos devastadores que en castellano o catalán. Si lo dudan, traten de leer en voz alta el texto de marras. Además, la ley no es consecuente en su búsqueda de la corrección, pues habla sistemáticamente de los vecinos y no de las personas de los vecinos. Pobres.

Luego está la perplejidad lógica: otro artículo de la misma ley dice que, salvo pacto en contrario, la servidumbre de vistas comprende la de luces. ¿Y cómo no? Sabía que era posible abrir huecos en mi finca para recibir luz del vecino sin tener vistas sobre él -recurriendo, por ejemplo, a material translúcido como cierre del hueco-, pero ignoraba que lo inverso fuera físicamente posible.

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Otras disposiciones parecen puestas adrede para marear a la ciudadanía: hará poco más de diez años que una ley catalana estableció como venturosa novedad que todas las servidumbres podían adquirirse por su ejercicio continuado durante un periodo más o menos largo de tiempo -prescripción, dicen los juristas-, pero ahora la nueva ley dice que esto no es posible en ningún caso. Es una imprudencia: cualquier político profesional les contará que no es sensato decir a unos vecinos que ya no podrán pasar por donde lo han hecho durante el último medio siglo y ningún abogado ignora que las reglas de la prescripción sirven fundamentalmente para paliar las consecuencias del extravío de los títulos de constitución. Aunque aquí entramos en el terreno de lo opinable, cambiar las reglas de la propiedad tres veces en una década parece una frivolidad.

Otra de las leyes recién aprobadas por el legislador catalán regula la cesión de solares a cambio de pisos o locales que habrán de construirse en ellos. Su texto, cargado equitativamente de buenos propósitos y simples despropósitos, dice cosas como que el antiguo dueño del solar que ha recuperado la propiedad del terreno y de lo construido sobre él por incumplimientos de su antiguo adquirente podrá pedir el derribode lo construido a cargo del incumplidor si el coste de finalización de las obras supera la mitad de lo originariamente pactado. Pero normalmente la construcción se habrá financiado con créditos hipotecarios y no estoy muy seguro de que los intermediarios financieros de este país tengan muy clara la bondad de una regla que dinamita sus hipotecas junto con las estructuras que se derriban. Tampoco nadie parece haber caído en la cuenta de que, con frecuencia, las normas urbanísticas impedirán el derribo, pues habrá obligación de edificar.

No se puede legislar sólo para mostrar que somos distintos. Si el mejor derecho privado es el que funciona, hay un buen modo de saber que lo hace: otros acabarán por copiarlo. El mejor catalanismo será siempre el de exportación.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universidad Pompeu Fabra

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