Tribuna:

Aún guarda la esperanza...

Globalización mediante, el mundo entero asiste a un fenómeno cultural de masas: el éxito paralelo de Harry Potter, traspasado ahora del libro al cine, y El señor de los anillos, rescatado del libro por el cine y retornando ya de éste a aquél. Librerías y salas cinematográficas se realimentan como pocas veces, con particularidades tan llamativas como que estamos ante un fenómeno intergeneracional, convocante tanto de los niños preadolescentes, los adolescentes propiamente dicho, sus padres y -sobre todo- sus abuelos. En un mercado altamente segmentado, donde los productos juvenile...

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Globalización mediante, el mundo entero asiste a un fenómeno cultural de masas: el éxito paralelo de Harry Potter, traspasado ahora del libro al cine, y El señor de los anillos, rescatado del libro por el cine y retornando ya de éste a aquél. Librerías y salas cinematográficas se realimentan como pocas veces, con particularidades tan llamativas como que estamos ante un fenómeno intergeneracional, convocante tanto de los niños preadolescentes, los adolescentes propiamente dicho, sus padres y -sobre todo- sus abuelos. En un mercado altamente segmentado, donde los productos juveniles resultan difícilmente digeribles para mayores, y a la inversa, aparece aquí un inesperado núcleo aglutinante de intereses.

Asunto muy trascendente también es el protagonismo del libro. En este mundo avasalladoramente audiovisual, donde cada tanto se anuncia su muerte, es gratificante advertir que un libro como Harry Potter, de autora hasta entonces absolutamente desconocida, pueda conmover y generar un fenómeno comercial tan masivo y tan universal. En el caso de El señor de los anillos la obra fue en su tiempo también un éxito editorial y ahora recomienza a serlo, pues la actual generación no la leyó, y arrastrada por la extraordinaria película, mucha gente vuelve a desear, después de la imagen, el papel y la tinta.

El valor literario de las obras es tema para los críticos. El profesor J. R. Tolkien, catedrático en Oxford de Lengua y Literatura Medieval, no tuvo demasiado éxito crítico en su tiempo, pues no se comprendió que un académico escribiera un libro juzgado como producto secundario. Pero el hecho es que se vendieron 150 millones de libros y aún es recomendado en liceos británicos como excelente introducción a la literatura en su lengua. La autora de Harry Potter ha sido también cuestionada por el mundo académico (Alan Bloom le dedicó párrafos sarcásticos); sin embargo, ha atraído a la lectura a millones de niños a los que no se les llegaba con literatura alguna. Aun cuando no alcance un subido valor literario (en general, los críticos respetan más la obra de Tolkien), el solo hecho de transformarse en el mayor generador de hábito de lectura de las últimas décadas ya de por sí merece un reconocimiento de quienes aún creemos en que el mundo andaría bastante mejor si leyéramos más y corriéramos menos. Esos adolescentes que hoy, por vez primera, se apasionan por un libro y andan con él debajo del brazo están ganados ya para una buena causa.

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La pregunta de fondo sería: ¿dónde está el secreto? Me atrevería a decir que en Harry Potter los ingredientes básicos son: un mundo mágico, misterioso, sobrenatural, pero confiable y asequible (al que se llega por caminos conocidos por todos: alfombra, varita, pócima milagrosa); un relato dinámico, con acciones específicas que se van engarzando unas tras otras, tal cual nuestros jóvenes están habituados por la televisión; un texto claro, ágil, que sirve magníficamente al ritmo del relato. El señor de los anillos posee otras complejidades simbólicas, pero también hay magia y aventura, un relato elegante y comprensible y una lucha clara entre el bien y el mal (antagonismo común a las dos obras).

Aquí aparece otro sesgo gratificante. Es notorio que en el mundo entero se debate el tema de los valores en la educación, que ha emergido al primer plano como consecuencia de una sociedad en que el debilitamiento familiar, el abuso de la droga, el crecimiento de la violencia y el consumismo exponen a los niños a hipótesis de extravío. Todos esos fenómenos aparecen vinculados hoy y el libro de Fukuyama La gran ruptura lo mostró con elocuencia comparando la mayoría de los países desarrollados. La cuestión es que no resulta fácil activar las ruedas trasmisoras de esos principios éticos que inspiran luego comportamientos. Cuando se lo intenta en el sistema educativo formal a través de propuestas explícitas, por libros o lecciones de los maestros, nos ubicamos en el umbral del aburrimiento, o nos despeñamos rápidamente hacia el rechazo juvenil si la presentación tiene un aire de acartonamiento o imposición. Difícilmente se puede lograr por esa vía la sustitución del magisterio familiar, pero bien sabemos que él está debilitado por la inestabilidad de las parejas y las exigencias de la vida moderna. Allí aparece entonces una academia de magia, en que todos nos divertimos pero a la vez nos identificamos con las buenas cosas del mago Dumbledore y nos indignamos con las perversidades del maligno Voldemort; o con la lucha de nuestro amigo Frodo y la Comunidad del Anillo frente a los sombríos ejércitos de orcos...

Naturalmente, El señor de los anillos parece estar más cargado de significados simbólicos, pero no por ello deja de entretener, asunto fundamental en cualquier pedagogía desde el maestro Sócrates hasta nuestros días.

En medio de tantas cosas triviales que nos deja la masificación informativa y tanta tentación maligna que nos ofrece el consumismo, es de celebrar que irrumpa el éxito de un fenómeno universal de marketing enraizado en libros para niños y jóvenes con una adecuada mezcla de entretenimiento y exaltación de principios de lealtad, amistad y justicia. Cuando a veces nos asalta la desazón ante el espectáculo de un universo pletórico de bienes y también de despilfarro y liviandad (cuando no de banalización de la violencia), miramos hacia estos libros (y filmes) con alegría. Ellos nos recuerdan, como decía El Divino Ruben, que 'aún guarda la esperanza la Caja de Pandora'... Razón por lo cual, por favor, no nos pongamos en solemnes y desmerezcamos ante los pequeños estas islas de bondadosa ilusión.

Julio María Sanguinetti ha sido presidente de Uruguay de 1985 a 1990 y de 1995 a 2000.

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