Editorial:

Contrapoderes en Francia

El Consejo Constitucional francés, máxima institución judicial del Estado, ha asestado en menos de una semana dos serios varapalos al Gobierno socialista de Lionel Jospin. El primero, al rechazar una parte crucial de la Ley de Modernización Social, la que regula las condiciones de los despidos empresariales. El último, al negarse a convalidar el texto legal que garantiza una limitada autonomía a la isla de Córcega. En diciembre pasado, el órgano independiente que vigila la constitucionalidad de las leyes ya había censurado el modelo de financiación aprobado para sufragar la semana laboral de 3...

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El Consejo Constitucional francés, máxima institución judicial del Estado, ha asestado en menos de una semana dos serios varapalos al Gobierno socialista de Lionel Jospin. El primero, al rechazar una parte crucial de la Ley de Modernización Social, la que regula las condiciones de los despidos empresariales. El último, al negarse a convalidar el texto legal que garantiza una limitada autonomía a la isla de Córcega. En diciembre pasado, el órgano independiente que vigila la constitucionalidad de las leyes ya había censurado el modelo de financiación aprobado para sufragar la semana laboral de 35 horas.

La acumulación de correctivos contra los grandes proyectos sociales y políticos del primer ministro, amén de su importancia intrínseca, tiene en estos días la relevancia añadida de que se producen en medio de la fiebre que precede a las elecciones presidenciales y legislativas de esta primavera, para las que velan sus armas Jospin y el presidente, Jacques Chirac, cabezas de sendos proyectos antagónicos. Las decisiones del Constitucional, además, enrarecen la relación del jefe del Gobierno con sus aliados izquierdistas y con los sindicatos, a tres meses vista de la contienda electoral.

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En el caso de la regulación de los despidos, Jospin ha cedido al oportunismo electoral y, contra la opinión de miembros de su Gabinete, sucumbido a las presiones de sus socios comunistas. La ley restringe tanto las circunstancias de los despidos, que el Consejo Constitucional ha entendido, al censurarla, que ponía en peligro la competitividad de las empresas francesas y limitaba la libertad de acción de sus responsables. En los crudos términos de la economía globalizada, una compañía no podría desprenderse de parte de sus empleados para obtener mayores beneficios y atraer más capital para crecer.

En la cuestión de Córcega, el rechazo por el Consejo Constitucional de la capacidad legislativa de la Asamblea autonómica, una cuestión clave que al final había inclinado a los nacionalistas a favor del proyecto después de largas negociaciones, tendrá probablemente consecuencias significativas sobre la naturaleza del Estado. El proceso autonómico corso vuelve al empantanamiento y Francia sigue siendo el único país relevante de la Unión Europea que mantiene un perfil decididamente centralista.

El Consejo Constitucional se ha ido convirtiendo en 30 años en pieza imprescindible del debate político-social, en el verdadero Tribunal Constitucional no querido por De Gaulle. Es cierto que, como instituciones similares en otros países, su composición no es fruto del sufragio directo, y que de sus nueve miembros -designados a partes iguales por el presidente de la República y los de la Asamblea Nacional y el Senado- la mayoría sintoniza más con el talante conservador de la oposición. Pero sus fallos a lo largo de los años, al margen de la irritación de los gobiernos afectados, han cumplido un papel decisivo en el fortalecimiento del Estado de derecho y han resultado claves en el mantenimiento del equilibrio de los principios enunciados en la Constitución francesa.

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