Tribuna:

Un nuevo paradigma para Oriente Próximo

Ha pasado un año desde que el proceso de paz entre Israel y los palestinos se derrumbó en un espasmo de sangre, ira y frustración. En la nube de violencia y dolor que existe desde entonces, ha quedado destruida la suposición de que éste es un conflicto de tierras a cambio de paz, un regateo vulgar, o un negocio de inmobiliaria. Yasir Arafat ha dejado claro a lo largo del proceso de negociaciones que me ha tocado vivir que, aunque todos los territorios ocupados les sean devueltos a los palestinos, Israel no obtendrá la paz.

El tratado de paz entre Israel y Egipto fue un arreglo estrictam...

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Ha pasado un año desde que el proceso de paz entre Israel y los palestinos se derrumbó en un espasmo de sangre, ira y frustración. En la nube de violencia y dolor que existe desde entonces, ha quedado destruida la suposición de que éste es un conflicto de tierras a cambio de paz, un regateo vulgar, o un negocio de inmobiliaria. Yasir Arafat ha dejado claro a lo largo del proceso de negociaciones que me ha tocado vivir que, aunque todos los territorios ocupados les sean devueltos a los palestinos, Israel no obtendrá la paz.

El tratado de paz entre Israel y Egipto fue un arreglo estrictamente político, basado en la devolución de los territorios. La paz con los palestinos se nos planteó en términos diferentes, puesto que afecta a títulos de propiedad religiosos e ideológicos: la cuestión de Jerusalén, los Santos Lugares y la insistencia palestina en el derecho al retorno de los refugiados. Pero Arafat no es capaz, sencillamente, de reconocer los fundamentos morales e históricos que justifican la existencia de un Estado judío.

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El proceso de paz no fracasó, pues, debido a las disputas por el territorio; Israel siempre estuvo dispuesto a 'poner fin a la ocupación'. El proceso cayó víctima de dos mitos fundamentales y muy poderosos sobre los que la dirección palestina no estaba dispuesta a ceder: la obsesión con los refugiados, es decir, la insistencia en el 'derecho al retorno' (que equivale a desautorizar la legitimidad moral de la existencia del Estado judío), y el fundamentalismo islámico, cuyo empuje supone negar cualquier reivindicación judía sobre los Santos Lugares.

Es inevitable llegar a la conclusión de que el liderazgo de Arafat no sólo ha limitado la posibilidad de compromisos entre las partes, sino que amenaza con arrastrar a las masas árabes y musulmanas a redefinir su conflicto con Israel en función de valores fundamentalistas. La Intifada lanzada por Arafat contra Israel ha dejado sin vida al proceso de paz. Además, el clima político en Israel y entre los palestinos -una amplia coalición nacional en Jerusalén con la derecha ideológica como eje central y el Partido Laborista dando las espaldas a su propio legado de una paz generosa, y una alianza en Gaza entre la Autoridad Palestina y los discípulos ideológicos de Osama Bin Laden en Hamás y la Yihad Islámica- han eliminado todo margen de maniobra y negociación.

El encuentro entre Arafat y Sharon es una muestra de ironía histórica, un retroceso en la máquina del tiempo hacia el núcleo del conflicto. Al fundamentalismo destructivo de Arafat responde Sharon con la falacia de que este conflicto tiene una solución militar después de la cual estarán los palestinos obligados a tragar sus condiciones de paz. Hasta el momento, el primer ministro no ha dado aún señal de tener la voluntad o la capacidad de actuar como estadista y no como un político rehén de su propia base política. Sharon no ofrece un claro horizonte político al líder palestino. La única opción que se le deja hoy a Arafat es la de elegir entre una guerra civil -el precio de una seria campaña contra las organizaciones terroristas islámi-cas- o una guerra con Israel. Tampoco hay que negar que es la mala política del propio Arafat y su especial capacidad de nunca perder una oportunidad para la paz, la que ha conducido al líder palestino a esta posición tan insostenible.

La idea de Ariel Sharon, compartida por varios mediadores internacionales, de que las aspiraciones islámicas y nacionalistas desatadas por esta guerra palestina de independencia se pueden acallar con un nuevo acuerdo interino en el que Israel ceda una franja de tierra, aunque sea una franja importante, a cambio de seguridad -una seguridad que Arafat sólo puede ofrecer si toma enérgicas medidas contra sus aliados de Hamás y la Yihad Islámica-, no se sostiene en absoluto, por desgracia.

Tampoco la alternativa de reanudar las negociaciones en el punto en el que se quedaron con el Gobierno de Ehud Barak es algo en lo que se pueda pensar seriamente. Arafat nunca ha sido capaz de indicar que tiene una estrategia del fin del conflicto, una verdadera voluntad de llegar a un acuerdo duradero. Lo que ha hecho es dar la impresión de que las negociaciones son un proceso permanente que sólo sirve para arrastrar a Israel a un agujero negro, al que ningún Gobierno israelí futuro estará dispuesto a entrar.

Durante los últimos años, Yasir Arafat se ha especializado en socavar la autoridad de sus interlocutores de paz. Isaac Rabin pagó con su vida el hecho de dar un paso espectacular por la paz sin que hubiera cesado el terrorismo palestino, un acto que le dejó a merced de los extremistas judíos. En 1996, Simón Peres fue derrotado políticamente en medio de una oleada de terror palestino sin precedentes; Barak sufrió el mayor descalabro electoral de la historia política de Israel porque los votantes consideraron que la Intifada era la contrapropuesta de Arafat a sus iniciativas de paz.

A estas alturas, debería estar claro que no es posible que los dos bandos lleguen, por sí solos, a alcanzar libremente un acuerdo. La solución de la retirada unilateral a unas líneas arbitrarias, decididas por Israel, puede ser un acto desesperado que engendre automáticamente un Estado palestino hostil en permanente situación de guerra contra unas fronteras que incluso la comunidad internacional consideraría ilegítimas. Dicho Estado palestino se convertiría, de forma inevitable, en un trampolín para un conflicto permanente de árabe y musulmanes con Israel.

Cualquier análisis serio de las opciones lleva a la conclusión de que ha llegado el momento de elaborar un nuevo paradigma para el proceso de paz. La solución tiene que ser internacional, o no habrá solución.

La pérdida de confianza mutua entre las partes y su absoluta incapacidad para dar el menor paso de aproximación -y mucho menos para respetar sus compromisos-, sin la intervención de terceros países, hace que la creación de un contexto internacional para la paz sea la última y única manera de salir de este peligroso punto muerto.Se puede obtener un consenso sobre una solución internacional, siempre que sea una vía concertada con antelación. Una solución que se basara en una plataforma acordada, como los parámetros propuestos por Clinton en diciembre de 2000, sería un marco sólido para ello. Eso significa: tierra a cambio de paz; intercambio de territorios para dar cabida a bloques compactos de asentamientos y a las necesidades palestinas; una solución práctica al problema de los refugiados que no signifique el derecho del retorno; dos capitales en Jerusalén; y el final del conflicto. Ahora bien, todo eso sólo es posible con una participación activa de Estados Unidos, que implique dirigir la construcción de una alianza internacional para la paz en Oriente Próximo en la que entren la Unión Europea, Rusia y los principales países árabes. Una conferencia internacional podría supervisar las negociaciones para alcanzar un acuerdo definitivo y detallado, basado en los parámetros. Una conferencia especial del G-8 tendría que ser convenida para asentar las bases económicas y financieras del acuerdo de paz, especialmente en lo que concierne a la necesidad de establecer un fondo internacional para resolver el tema de los refugiados palestinos.

Si este nuevo orden internacional que se está articulando a raíz del 11 de septiembre tiene sentido debe significar no sólo la globalización de esfuerzos contra un enemigo común -el terrorismo internacional, por ejemplo-, sino también la creación de alianzas internacionales para la resolución de conflictos insolubles por vía bilateral.

Sería preciso establecer una fuerza multinacional de paz y mecanismos estrictos de aplicación y supervisión, no sólo por los antecedentes de escasa observancia de los acuerdos en este proceso, sino para protegerse contra el revisionismo palestino en el caso, nada improbable, de que un día el islamismo radical se haga con el poder en Palestina, tal vez incluso por vías democráticas.

Suponiendo que hubiera un amplio consenso internacional en torno a estos parámetros, la idea de la separación, tan popular hoy en Israel, podría convertirse entonces en una retirada israelí hacia líneas de defensa provisionales, bajo supervisión internacional, que desembocara en la instauración de una administración protectora multinacional como etapa hasta implantar un amplio acuerdo internacional.

Shlomo Ben Ami fue embajador de Israel en España, entre 1987 y 1992, y ministro de Asuntos Exteriores, desde agosto de 2000 hasta febrero de 2001.

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