Crítica:

Terror, piedad y amor

En el relato El joven del clavel, de Isak Dinesen, Dios dice al personaje principal, un escritor: 'No te asignaré más aflicción que la que necesites para escribir tus libros'. A la vista de las biografías recogidas en Los nombres de Antígona, cabría decir que sus protagonistas esculpieron sus inmensas obras con la piedra de un dolor inmenso.

A través de las vidas de cinco escritoras -dos rusas, una estadounidense, una española y una danesa- nacidas en la frontera entre el siglo XIX y el XX, Benjamín Prado ha escrito la historia de cien años que conocieron el colonialismo, ...

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En el relato El joven del clavel, de Isak Dinesen, Dios dice al personaje principal, un escritor: 'No te asignaré más aflicción que la que necesites para escribir tus libros'. A la vista de las biografías recogidas en Los nombres de Antígona, cabría decir que sus protagonistas esculpieron sus inmensas obras con la piedra de un dolor inmenso.

A través de las vidas de cinco escritoras -dos rusas, una estadounidense, una española y una danesa- nacidas en la frontera entre el siglo XIX y el XX, Benjamín Prado ha escrito la historia de cien años que conocieron el colonialismo, la revolución soviética, la guerra civil española y dos guerras mundiales. Ésos son los acontecimientos que sirven de fondo a unas escenas como las de Anna Ajmátova en la cola de entrada a una prisión bolchevique para asegurarse de que su hijo seguía vivo; al suicidio de Marina Tsvietáieva tras suplicar un trabajo de lavaplatos en el comedor de escritores soviéticos; a la mala salud que torció la buena suerte de Carson McCullers; a la lucha de María Teresa León por su independencia, a su matrimonio con Rafael Alberti, a su exilio, a su enfermedad final; a la enfermedad, también, y a la ruina de Isak Dinesen, a la muerte del amor de su vida...

LOS NOMBRES DE ANTÍGONA

Benjamín Prado Aguilar. Madrid, 2001 400 páginas. 3.200 pesetas

Los nombres de Antígona forman, además, una red de vasos comunicantes en la que se cruzan esas existencias vividas con 'terror, piedad y amor', por usar las palabras de Dostoievski con las que Carson McCullers relató su primer encuentro con su amada Annemarie Clarac-Schwarzenbach. Ahí estaban los poemas de Ajmátova en los cuadernos de León y ahí está el encuentro entre McCullers y Dinesen en Nueva York en 1959. Con amor ha narrado también Prado unas vidas que transcurrieron entre el entusiasmo y la desesperación. Con amor y piedad, pero sin ahorrar, por ejemplo, el retrato de una soñadora, neurótica y caprichosa Tsvietáieva, a la que el propio Prado ha dedicado uno de sus poemas más estremecedores.

Salvo en el caso de María Teresa León, a quien el autor conoció personalmente, la semblanza de cada escritora repasa, sobre todo, un buen número de lecturas mediante una encomiable capacidad de síntesis que se antepone a las digresiones, escasas, de Prado y a su brillante capacidad metafórica. El resultado es una buena introducción a la vida, más que a la obra, de las autoras de libros nacidos de la pura necesidad como Réquiem, Indicios terrestres, El corazón es un cazador solitario, Memoria de la melancolía o Memorias de África. '¡Nostalgia de la patria! Después de tanto tiempo / ya me es indiferente dónde sentirme sola'. Pocas veces unos versos como éstos, lúcidos y terribles, de Marina Tsvietáieva, habrán sido tan buen resumen para la vida de unas mujeres a las que, en los casos más trágicos, como a la propia Antígona, la única manera de silenciar fue perseguir, expulsar y, siquiera metafóricamente, enterrar vivas.

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