Columna

A vueltas con la Universidad

Hay instituciones recientes y otras que, como la Iglesia, han estado ahí desde siempre (o casi). La Universidad no estuvo siempre ahí, pero tampoco es de ayer mismo. Tiene casi novecientos años, sin que se computen precedentes. Las primeras fueron las de París y Bolonia, en el siglo XII (el Collège de Sorbona es de 1257). De entonces aquí ha llovido. Es una institución de largo aliento y no la va a sustituir una academia improvisada (sea ésta virtual o corporativa) ni la va a demoler una mala ley. Pero, eso sí, le pueden hacer mucho daño.

Viene esto a cuento de la algarabía organizada...

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Hay instituciones recientes y otras que, como la Iglesia, han estado ahí desde siempre (o casi). La Universidad no estuvo siempre ahí, pero tampoco es de ayer mismo. Tiene casi novecientos años, sin que se computen precedentes. Las primeras fueron las de París y Bolonia, en el siglo XII (el Collège de Sorbona es de 1257). De entonces aquí ha llovido. Es una institución de largo aliento y no la va a sustituir una academia improvisada (sea ésta virtual o corporativa) ni la va a demoler una mala ley. Pero, eso sí, le pueden hacer mucho daño.

Viene esto a cuento de la algarabía organizada por el proyecto de Ley de Universidades de Pilar del Castillo, a punto de ser aprobado como ley sin previo aviso ni debate social. Una ley que entre sus méritos cuenta con haber logrado poner de acuerdo a tirios y troyanos. Unos y otros están de acuerdo, y, por descontado, contra ella. Y que ha dado origen al cariñoso apelativo que el señor presidente del Gobierno dedicó a los rectores magníficos: 'progres trasnochados'. Ahí es nada. Éstos, más comedidos, le contestan con argumentos. Vean, si no, la apertura de este año académico (el curso 787 si lo consignamos desde los Estatutos de Courçon, Universidad de París) y las críticas contenidas en los discursos de los magníficos, tanto de la Universidad del País Vasco -(UPV-EHU), la pública- como de la Universidad de Deusto -la privada, con permiso de Mondragón-. Unas críticas a las que se sumó, con argumentos también, el lehendakari Ibarretxe. Todos (alumnos, empresarios, expertos, profesores, gerentes y curiosos) están de acuerdo en que no puede ser.

No es un raro azar, no. Es lo que cabe esperar de un proyecto verdaderamente astroso, una ruina para la Universidad española. No hace nada por la calidad de la enseñanza ni por la movilidad de los investigadores; institucionaliza el contrato basura para investigadores y profesores (para los nuevos, eso sí); traslada la posible endogamia departamental a una arbitraria decisión administrativa clientelar (habilitación); no hay ley de acompañamiento para su financiación; el Consejo Social de cada universidad se aleja de su modelo anglosajón para politizarlo; dificulta y pervierte el gobierno de la Universidad -el día a día- al inmiscuirse en él instancias ajenas a la propia Universidad y al equipo elegido; centraliza y admistrativiza la calificación de las universidades (Agencia Nacional de Evaluación); limita la autonomía universitaria; no hace ninguna referencia a los servicios universitarios (laboratorios, bibliotecas) ni al marco de relaciones ciencia-tecnología, universidad-empresa; hace una apuesta peregrinamente populista para la elección del rector (Manuel Montero, rector de la UPV, encuentra un único antecedente en Guatemala), e ignora la organización territorial de España, el Estado de Autonomías, arrebatando competencias a las comunidades (de ahí el justificado enfado de Ibarretxe y las amenazas de una ley vasca). En fin, un desastre al que, por flema y experiencia, y sólo por eso, sobrevivirá la Universidad española.

Pero eso no es suficiente. Hay un problema de adecuación de la Universidad al tiempo nuevo, al que no da respuesta esta ley. Y, ante esto, no caben medias tintas. Hay que actuar, y no está claro que las autoridades académicas (inmersas, eso sí, en el debate) tengan claro cómo hacerlo; las políticas, menos. No es que ésta sea una mala ley, es que no necesitamos una ley sino un plan rector de enseñanza superior, como el que Jospin presentó para Francia a principios de los noventa: polos universitarios con desarrollo pluridisciplinar de un tema de investigación (grandes proyectos territoriales de ciencia y tecnología, universidad-empresa) y la creación de institutos universitarios de tecnología para hacer frente a la demanda de personal cualificado. Eso o algo similar: un plan y un modelo de universidad frente al que veo aún más despistadas a las autoridades académicas.

Las universidades surgieron a medida que los estudiantes fueron acudiendo a diversos centros donde prestigiosos profesores impartían sus enseñanzas sobre temas de particular interés. Profesores prestigiosos y temas de particular interés, ésa fue la clave hasta 1800, a la que Humboldt y la universidad prusiana del XIX añadieron la excelencia investigadora. Profesores especializados, temas de interés y vanguardia en la investigación son las claves de la universidad; no la divulgación científica, más propia de los medios de comunicación y en la que se entretienen hoy los gestores de la universidad, sino la excelencia investigadora de los profesores sobre la que se articula la docencia. Esa fue y debe ser la clave de la nueva Universidad.

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