Tribuna:

La memoria herida

Las recientes condenas de dos militares, el serbio Krstic, por la matanza de Srbrenica en Bosnia, y el español Rodríguez Galindo, por la tortura y asesinato de dos etarras, vuelven a poner sobre la mesa cuestiones que, por desgracia, han estado una y otra vez presentes en la historia del pasado siglo: la propensión de quienes monopolizan el uso de la fuerza a ignorar los derechos humanos, la asociación entre nacionalismo étnico y barbarie, y, en fin, el papel creciente que adquiere la memoria colectiva en la afirmación de la justicia.

La violencia fue siempre un componente de la histori...

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Las recientes condenas de dos militares, el serbio Krstic, por la matanza de Srbrenica en Bosnia, y el español Rodríguez Galindo, por la tortura y asesinato de dos etarras, vuelven a poner sobre la mesa cuestiones que, por desgracia, han estado una y otra vez presentes en la historia del pasado siglo: la propensión de quienes monopolizan el uso de la fuerza a ignorar los derechos humanos, la asociación entre nacionalismo étnico y barbarie, y, en fin, el papel creciente que adquiere la memoria colectiva en la afirmación de la justicia.

La violencia fue siempre un componente de la historia de los hombres, pero sólo en el siglo XX la revolución experimentada en la comunicación y en la imagen hizo posible el acceso generalizado a sus representaciones. Se hizo visible para todo el mundo. Como contrapunto, en los regímenes terroristas, dictaduras fascistas o estalinismo se fundían irracionalidad ideológica y racionalidad técnica. Los primeros hornos crematorios que pueden contemplarse en Mauthausen, al servicio de la lógica de exterminio nazi, son todavía la versión siniestra de una instalación de panadería. Ausch-witz es ya una monstruosa fábrica de la muerte, como el Gulag. Innovación técnica y destrucción fueron rasgos definitorios de los totalitarismos, pero su estela no desaparece en Núremberg. La siniestra conjunción presidió la intervención norteamericana en Vietnam, en los años sesenta, y vuelve a estar presente hoy en los territorios palestinos ocupados ilegalmente por Israel. Los asesinatos preventivos y las represalias que ordena el Gobierno de Ariel Sharon sobre los terroristas palestinos y la población civil, por medio de disparos 'inteligentes' desde helicópteros y aviones de combate, muestran, en la misma línea, la sofisticación que puede alcanzar técnicamente una política criminal. Desde su perspectiva, para nada cuentan los niños muertos en el curso de las operaciones, ni la ilegalidad flagrante de sus ejecuciones sin juicio, ni siquiera la oleada de terrorismo fanatizado que está provocando entre los palestinos y cuya barbarie es asimismo condenable. Sharon ignora el papel que desempeña la imagen en el marco de unas comunicaciones y de una información mundializadas. Es sobre todo la visión de los cadáveres infantiles lo que suscita en el espectador una inmediata reacción de condena, a pesar de la vocación de equidistancia de tantos comentaristas comprensivos con ese centinela de Occidente que desde 1967 se burla, poniendo en peligro la propia supervivencia con el respaldo norteamericano, de los acuerdos de la ONU y de los compromisos contraídos. Una vez más, como en el cuadro de Goya sobre los fusilamientos del 3 de mayo, ante la barbarie organizada, queda el recurso de la linterna que arroje luz sobre sus actuaciones. Con la esperanza de ver un día al líder sionista como visitante forzoso de La Haya.

Así las cosas, la memoria herida por la acumulación en el siglo de tantos actos de brutalidad adquiere una dimensión punitiva, con rasgos que algunos pueden juzgar como censurables. En este sentido, argumentan de forma plausible que la ley del Talión no es la justicia, y que no van a volver a la vida los judíos franceses gaseados en los años cuarenta, los argelinos destrozados por las torturas de Massu o los militantes de izquierda eliminados en Chile en 1973 porque unos ancianos, otrora verdugos, acaben sus días en prisión. Contempladas las cosas de este modo, los muertos son los muertos, buenos sólo para el dolor, y éste no debe alentar la venganza. Ocurre, sin embargo, que en este caso la citada dimensión punitiva es, simplemente, instrumental. Importan ante todo dos objetivos: primero, poner fin a la presunción de impunidad de que se beneficiaron siempre aquellos que ejercían el poder, y segundo, grabar en las mentes de los hombres una idea de justicia de alcance universal y destinada a garantizar la afirmación de los derechos humanos.

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Son propósitos que, a su vez, se constituyen en la clave de bóveda de una política democrática, necesariamente activa tanto en el orden interno como a escala mundial, frente a todo síntoma de fascismo, de racismo o de violación de los derechos humanos. A sabiendas de que cualquier transigencia en este terreno determina un proceso de degradación moral de la sociedad o de los colectivos que la asumen. Tuvimos entre nosotros buena ocasión de comprobarlo cuando saltó a la luz pública el caso GAL a mediados de los ochenta, y personalidades y grupos por encima de toda sospecha aceptaron, eso sí, casi siempre en privado, que el Estado de derecho quedara temporalmente sepultado en cal viva. De ahí la pertinencia de que el procesamiento y la condena del llamado GAL verde constituya un hito en la memoria colectiva de nuestra democracia, como punto de inflexión en el tratamiento del problema ETA. A partir de ese instante, toda ambigüedad carece de fundamento y la oposición a la estrategia del terror y de la intimidación, puesta en práctica por el nacionalismo radical, pasa a constituirse en eje de la política democrática en Euskadi.

La memoria de las víctimas se convierte de este modo en agente principal de la recuperación de la justicia y del mantenimiento de la democracia seriamente amenazada en tierra vasca. Lo mismo cabría predicar del escenario balcánico, en el cual, si bien los verdugos serbios fueron los protagonistas, no por eso han de gozar de impunidad los croatas o bosnios musulmanes. Desde esta tríada historia-memoria-justicia resulta posible trazar una clara divisoria, en el plano político, con los demócratas de un lado y genocidas y criminales de otro, siempre sin excluir la actuación contra quienes desde el bando de las víctimas pudieran también violar los derechos humanos. Justamente es esta depuración de responsabilidades la base para distinguir inequívocamente las situaciones respectivas. El ejemplo lo tenemos bien próximo. Para la justicia española, los guardias civiles implicados en la tortura y asesinato de Lasa y Zabala son responsables de gravísimos delitos, por encima de la bondad de la causa que pudieran defender contra el terror; en cambio, para Arnaldo Otegi y los suyos, la etarra muerta al manipular un artefacto mortífero es una heroína de la causa nacional vasca, un ejemplo a imitar en la siembra de la muerte. Son dos lógicas opuestas, la del Estado de derecho y la del crimen político. La deshumanización radical, característica del nazismo, alcanza aquí el grado de plenitud que antes lograra en el asesinato de Miguel Ángel Blanco o en el secuestro de Ortega Lara.

En este contexto, corresponde a la historia la triple función de analizar el papel jugado por la memoria colectiva -historia de la memoria-, dar solidez a sus componentes fundamentales -constituir sus referentes, por ejemplo, al convalidar la existen

cia del genocidio armenio o del proceso que lleva del antisemitismo nazi a Auschwitz-, y, por último, de poner al descubierto los fraudes de una memoria manipulada. Es éste un enfrentamiento inevitable casi siempre en el caso de las ideologías nacionalistas, que a partir de una operación selectiva dibujan un cuadro idílico de los propios antecedentes y modifican o encubren todo aquello que pudiera resultar problemático. Y enfrentamiento también, aunque muchas veces infructuoso en cuanto a resultados, con los intentos de forjar una memoria histórica basada en el mito o en analogías infundadas. La imagen, tantas veces repetida, de una paradisiaca revolución social reventada por el estalinismo, codificada por Ken Loach en Tierra y libertad, o la reciente consideración de jóvenes fachas de la División Azul o del Corpo di Truppe Volontarie mussoliniano, al mismo nivel que los voluntarios de las Brigadas Internacionales, todos ellos 'extranjeros de sí mismos', serían muestras de esa mitificación deliberada del pasado con que tropieza la historia, en su acepción originaria de investigación y explicación.

Por sí sola, la historia no crea la libertad, pero, como contrapartida, el adanismo es el supuesto de la opresión y de la injusticia. Volviendo al tema central de la política internacional en el mundo de hoy, sin la memoria de lo que ha sido la política israelí desde Oslo, al incumplir una y otra vez los propios compromisos y fragmentar hasta el límite el posible territorio palestino, y lo que representó siempre la estrategia de la brutalidad tecnificada de Sharon desde los días de la ocupación de Líbano, la crisis aparece como la simple confrontación de dos violencias. Resulta entonces posible contemplar el conflicto desde la equidistancia, e incluso admirar los asesinatos quirúrgicos (sic) y el fracaso de la 'chusma de Arafat', como hacía en este mismo diario cierto E. N. Lutt-wak. Y respaldar la recomendación de Bush, que Europa y América tengan allí una sola voz (la suya). En una palabra, sin la memoria histórica sólo hay sitio al enjuiciar el conflicto palestino para la infamia y el error, aceptando la destrucción de un pueblo. De poco valdría condenar a Krstic o a Milosevic si este crimen contra la humanidad también se consuma. La nueva concepción de una justicia mundializada no admite la amnesia selectiva.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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