FIESTAS DE VITORIA

Rompeolas

Se acabó. En Vitoria, piensa el paseante, no se canta el Pobre de mí tras ver subir al Celedón. Después de todo, la feria sigue en Sanse y después en Bilbao.

Luego, el paseante avanza por el espigón del tiempo en el que se encarama Vitoria-Gasteiz. El horizonte es diáfano allí, pero las olas y el viento baten salvajemente. El cielo es luminoso y gris. Corren las nubes.

El paisaje se descompone tan pronto como se forma. Tierra removida, hierros retorcidos, herrumbrosos como en una escultura de Chillida o de Tàpies (cables enredados). Nada es estable allí donde la ciu...

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Se acabó. En Vitoria, piensa el paseante, no se canta el Pobre de mí tras ver subir al Celedón. Después de todo, la feria sigue en Sanse y después en Bilbao.

Luego, el paseante avanza por el espigón del tiempo en el que se encarama Vitoria-Gasteiz. El horizonte es diáfano allí, pero las olas y el viento baten salvajemente. El cielo es luminoso y gris. Corren las nubes.

El paisaje se descompone tan pronto como se forma. Tierra removida, hierros retorcidos, herrumbrosos como en una escultura de Chillida o de Tàpies (cables enredados). Nada es estable allí donde la ciudad avanza. Es el norte de Vitoria. ¿Para cuándo el sur?

Vitoria ha disfrutado de sus primeras fiestas en este siglo. En el pasado, Joseba Beloki, ese muchacho enjuto que corre el Tour, renegó hasta tres veces de su vecindad ('soy de Lazkao', decía). Ahora se proclama vitoriano.

Quien puso cara este año al blusa veterano (el paseante lo recuerda y le reconoce por Txaiña), dio sus primeros pasos festivos en el alto Deba. El vitoriano de aluvión, ése que se decía de aquí o de allá -nunca de Vitoria, por favor-, quien huía con la Blanca como huía cada fin de semana a su pueblo de origen, ha quedado este año a disfrutar de la feria. Cambia la tendencia.

Vitoria ha sido habitada en fiestas por sus habitantes. Lo ha sido, como antes no lo era. Se les ha visto en el circo, en los toros, en las terrazas y charlando plácidamente con el vendedor ambulante; estaban allí, en los conciertos y por las calles. Los hoteles no lo han notado. Es natural: eran vitorianos y vecinos. Sí lo habrán hecho las cervecerías, los cafés y los restaurantes.

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Nunca antes Vitoria estuvo tan poblada, tan viva.

Hay un cierto orgullo de pertenencia como no lo había antes. Alavés, Tau y cierto bienestar asociado a la ciudad han sido los peldaños hacia este nuevo estadio. Ahora Vitoria está en el rompeolas del tiempo. Allá donde el aire es más puro y la intemperie más rigurosa.

El paseante se detiene junto al Caminante y lo contempla. Y allí se entierra bajo una losa.JAVIER UGARTE

Se acabó. En Vitoria, piensa el paseante, no se canta el Pobre de mí tras ver subir al Celedón. Después de todo, la feria sigue en Sanse y después en Bilbao.

Luego, el paseante avanza por el espigón del tiempo en el que se encarama Vitoria-Gasteiz. El horizonte es diáfano allí, pero las olas y el viento baten salvajemente. El cielo es luminoso y gris. Corren las nubes.

El paisaje se descompone tan pronto como se forma. Tierra removida, hierros retorcidos, herrumbrosos como en una escultura de Chillida o de Tàpies (cables enredados). Nada es estable allí donde la ciudad avanza. Es el norte de Vitoria. ¿Para cuándo el sur?

Vitoria ha disfrutado de sus primeras fiestas en este siglo. En el pasado, Joseba Beloki, ese muchacho enjuto que corre el Tour, renegó hasta tres veces de su vecindad ('soy de Lazkao', decía). Ahora se proclama vitoriano.

Quien puso cara este año al blusa veterano (el paseante lo recuerda y le reconoce por Txaiña), dio sus primeros pasos festivos en el alto Deba. El vitoriano de aluvión, ése que se decía de aquí o de allá -nunca de Vitoria, por favor-, quien huía con la Blanca como huía cada fin de semana a su pueblo de origen, ha quedado este año a disfrutar de la feria. Cambia la tendencia.

Vitoria ha sido habitada en fiestas por sus habitantes. Lo ha sido, como antes no lo era. Se les ha visto en el circo, en los toros, en las terrazas y charlando plácidamente con el vendedor ambulante; estaban allí, en los conciertos y por las calles. Los hoteles no lo han notado. Es natural: eran vitorianos y vecinos. Sí lo habrán hecho las cervecerías, los cafés y los restaurantes.

Nunca antes Vitoria estuvo tan poblada, tan viva.

Hay un cierto orgullo de pertenencia como no lo había antes. Alavés, Tau y cierto bienestar asociado a la ciudad han sido los peldaños hacia este nuevo estadio. Ahora Vitoria está en el rompeolas del tiempo. Allá donde el aire es más puro y la intemperie más rigurosa.

El paseante se detiene junto al Caminante y lo contempla. Y allí se entierra bajo una losa.

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