Columna

El rigor es cosa de todos

El delito de abuso sexual contra un niño resulta especialmente execrable por la indefensión de la víctima, que suscita una justificada indignación y requiere la aplicación del máximo rigor legis. La sentencia emitida por la Audiencia en el caso Raval responde a este requerimiento.

Por eso ha sido socialmente bien acogida, aunque contenga algún excurso prescindible. Por eso, y porque enmienda una instrucción precipitada, muy deudora de los humores policiales, tantas veces excesivos, tantas veces tendentes a imponer un juicio paralelo, o previo, en los papeles, que incline d...

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El delito de abuso sexual contra un niño resulta especialmente execrable por la indefensión de la víctima, que suscita una justificada indignación y requiere la aplicación del máximo rigor legis. La sentencia emitida por la Audiencia en el caso Raval responde a este requerimiento.

Por eso ha sido socialmente bien acogida, aunque contenga algún excurso prescindible. Por eso, y porque enmienda una instrucción precipitada, muy deudora de los humores policiales, tantas veces excesivos, tantas veces tendentes a imponer un juicio paralelo, o previo, en los papeles, que incline de su lado las dudas de los togados.

El rigor judicial es una carretera de doble sentido: contundencia contra los delitos que se consideran probados, garantías para los procesados de cuyas actuaciones se carece de pruebas o éstas se reputan insuficientes. Ambos rigores se han acreditado en esta ocasión.

Los delitos de abuso sexual provocan a veces inconvenientes desbordamientos pasionales en la sociedad. El brutal caso Dutroux en Bélgica, coetáneo del que nos ocupa, desató una persecución inquisitorial, completamente extemporánea, contra personajes públicos homosexuales y generó un clima de sospecha general: se descubrían dutrouxes en cada esquina. Otras veces, la condena a los culpables sirve de coartada o linimento que valida todos los errores cometidos por policías, jueces, expertos o periodistas.

Seguramente esto es lo que ha ocurrido en esta ocasión. Nadie ha entonado un mea culpa por las inculpaciones a inocentes, nadie les compensará por ellas: tampoco a políticos finalmente exentos de culpa, en otros procesos, como Demetrio Madrid o Jaume Roma. Ni pagará indemnizaciones por el daño colateral causado a la imagen de un barrio y a sus instituciones. Ni al criticado periodista que denunció con muchos aciertos el abismo entre la realidad estricta -dos delincuentes- y el deseo soñado por algunos: una aparatosa red internacional, unas familias cómplices de sus delitos, un barrio emporio de las vejaciones más insospechadas.

El rigor es lo contrario de la frivolidad. El rigor exige que cada actor cumpla las reglas del juego. El respeto a las sentencias judiciales exige, en particular, una cierta manera de hacer, como reclamaba Montaigne, también a quienes discrepan de ellas. Sobre todo si encarnan la acusación pública. Los jueces hablan por sus autos y sentencias, como los curas al imponer las penitencias. No acuden al púlpito. Los fiscales hablan por sus escritos de acusación, y por sus recursos, especialmente si se han anunciado. Todo lo demás sobra.

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