Editorial:

Pocas salidas

Pocas salidas quedan ya para la empresa de servicios de telecomunicación Sintel, cuyos 900 trabajadores permanecen acampados desde hace cuatro meses en el madrileño paseo de la Castellana, dando testimonio del desastre y buscando la solidaridad de sus conciudadanos. Sólo cuando se ha instado ya la quiebra de la compañía en los tribunales, el Congreso ha pedido al Gobierno que promueva un acuerdo entre las partes para resolver la crisis. Tarde llega la preocupación parlamentaria y, desde luego, muy genérico es el encargo. Quizá lo único que quepa hacer ya es buscar las fórmulas más adecuadas pa...

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Pocas salidas quedan ya para la empresa de servicios de telecomunicación Sintel, cuyos 900 trabajadores permanecen acampados desde hace cuatro meses en el madrileño paseo de la Castellana, dando testimonio del desastre y buscando la solidaridad de sus conciudadanos. Sólo cuando se ha instado ya la quiebra de la compañía en los tribunales, el Congreso ha pedido al Gobierno que promueva un acuerdo entre las partes para resolver la crisis. Tarde llega la preocupación parlamentaria y, desde luego, muy genérico es el encargo. Quizá lo único que quepa hacer ya es buscar las fórmulas más adecuadas para que los trabajadores sacrificados accedan a la mayor protección social legal posible. Telefónica, la empresa que podría asumir el reflotamiento de Sintel, se ha desentendido del problema aduciendo motivos de racionalidad económica. Sintel no parece viable con el volumen de empleo ni con las condiciones de trabajo que pretenden mantener los trabajadores que resisten en el llamado campamento de la esperanza. Si sólo se tiene en cuenta esa falta de viabilidad económica, la posición de Telefónica es inatacable.

Pero no todo debe reducirse a las leyes crudas del mercado. La compañía pública Telefónica vendió la sociedad al financiero cubano Mas Canosa en abril de 1996, en un periodo de interregno político en el que no existía el control parlamentario de una operación dudosa. Las circunstancias de esa venta deben ser investigadas a la luz de los acontecimientos posteriores para confirmar que la operación fue correcta, que los planes empresariales eran los adecuados y que no mediaron presiones políticas en la venta. Del mismo modo tendría que someterse a un cuidadoso examen el periodo durante el cual diversos directivos se ocuparon de la gestión de la empresa. Pero, salvo estas investigaciones encaminadas a iluminar una gestión que parece cuando menos dudosa, pocas soluciones prácticas cabe exigir al Ejecutivo: que facilite los trámites para pagar los atrasos a los trabajadores u organizar las jubilaciones anticipadas. La empresa parece condenada ya por una gestión anterior pésima. ¿Cabe mayor impotencia?

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