Columna

Cirios

Da lo mismo. Llevamos ya varios años intentándolo, poniendo cada Semana Santa en el empeño alma, corazón y carteles turísticos de todos los colores y diseños, pero no hay forma humana de ser lo que no somos. A saber: no somos andaluces.

Lo decía Gabriel Celaya, recordado estos días en Donostia: 'Nosotros somos quienes somos. / Basta de Historia y de cuentos. / Allá los muertos que entierren / como Dios manda a sus muertos'.

Aquí ni le decimos burradas a la Virgen, ni asistimos a la pasión de Cristo como quien va a una orgía, ni cantamos saetas desgarradas que dan escalofríos, ni ...

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Da lo mismo. Llevamos ya varios años intentándolo, poniendo cada Semana Santa en el empeño alma, corazón y carteles turísticos de todos los colores y diseños, pero no hay forma humana de ser lo que no somos. A saber: no somos andaluces.

Lo decía Gabriel Celaya, recordado estos días en Donostia: 'Nosotros somos quienes somos. / Basta de Historia y de cuentos. / Allá los muertos que entierren / como Dios manda a sus muertos'.

Aquí ni le decimos burradas a la Virgen, ni asistimos a la pasión de Cristo como quien va a una orgía, ni cantamos saetas desgarradas que dan escalofríos, ni nuestros arriscados representantes públicos se convierten en recios costaleros (algo, por otra parte, de lo más natural, dado que muchos de ellos no pueden caminar sin un escolta adherido a la espalda como una penitencia).

Puestos a comparar, hay que reconocer que no hay color. Aquí, además, no huele nunca a azahar. Y es el olor a cirio, entre otras cosas, lo que, según los responsables hosteleros, reduce a la mitad la presencia turística en las tres capitales vascas.

Es el miedo, nos dicen, y no los altos precios lo que libera a Euskadi de la invasión turística durante el largo puente de la primavera. Para los hosteleros, al igual que para T. S. Eliot, el de abril es sin duda el mes más cruel de todo el calendario.

Esta ciudad del norte que tal vez es la suya es, sin embargo, una pura delicia estos días. Pasear por sus calles es como recorrer la piel de un animal dormido con uno de esos dardos anestésicos que ponen a las fieras en los parques zoológicos.

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La ciudad -esa fiera, ese cirio, ese autobús ardiendo- se adormece. Nuestros vecinos más afortunados (dejemos que lo piensen) ponen tierra por medio y convierten la fiesta en festejo bajo el sol matacabras de levante. Aquí, entretanto, podemos hacer cosas impensables. Por ejemplo: ejercicios espirituales en el Museo Guggenheim.

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