Columna

Semana de estampida

Llega Semana Santa y todos nos apresuramos a santificarnos pero bien lejos y si cae semana y media, mejor. Hasta ayer mismo trataban de santificarnos aquí a base de llenarnos desde los púlpitos la cabeza de sufrimiento y de pintarnos un infierno de horror aunque sólo conseguían que la gente se aburriera porque se cerraban los cines, los teatros, los bares e incluso la boca -en Viernes Santo no se podía gritar ni tampoco tararear aunque fuera por lo bajini- a fin de que la gente se encerrara consigo misma y meditara la Pasión, pero cuando la mayoría de la gente se encierra consigo misma no se a...

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Llega Semana Santa y todos nos apresuramos a santificarnos pero bien lejos y si cae semana y media, mejor. Hasta ayer mismo trataban de santificarnos aquí a base de llenarnos desde los púlpitos la cabeza de sufrimiento y de pintarnos un infierno de horror aunque sólo conseguían que la gente se aburriera porque se cerraban los cines, los teatros, los bares e incluso la boca -en Viernes Santo no se podía gritar ni tampoco tararear aunque fuera por lo bajini- a fin de que la gente se encerrara consigo misma y meditara la Pasión, pero cuando la mayoría de la gente se encierra consigo misma no se aguanta y sólo piensa en abrir la puerta y largarse. Que es lo que hace ahora. Eso sí, sin que nadie le incentive. De modo que hemos acabado por sustituir de manera, si se me permite, un tanto impía aquellas estaciones de Cristo por las de cualquier lugar recóndito.

Esto está a ver quién se larga más lejos y no me cabe la menor duda de que habría mucha gente dispuesta a viajar incluso al mismo infierno de los sermones de antaño sólo por vivir una experiencia fuerte. A la Semana Santa le faltan las celebraciones familiares de la Navidad para refrenar siquiera un poco estos impulsos de desaparecer. Hombre, la única familia que celebra algo es la nacionalista que se reúne el Domingo de la Patria como aquellas tribus bíblicas en torno al cordero pascual, por más que aquí parezca lobo. Pero me temo que no van a resistir por mucho tiempo la presión de la demografía y de los tour operadores. Al paso que va la burra, las campas de Salburua se van a quedar para la gerontocracia mientras la escasa juventud -envejecemos como Euskadi a marchas forzadas- se va a percatar de que juventud no hay más que una y que para eso mejor están en las campas de Cancún o Varadero, que es lo que nos pasó a todos con aquellos muermos litúrgicos.

En fin son cosas de humanos, me refiero a las de poder compatibilizar el amor a algo con las ganas de perderlo de vista. Y no se debe, o no sólo, a la carga de sufrimiento que nos toca soportar diariamente gracias a esa agencia de viajes exclusiva y propia que enseguida nos facilita el pasaporte para la otra vida, no, porque ahí tenemos lugares donde sufren menos como pueblo y sin embargo también toman las de Villadiego. ¿Acaso no viajan los habitantes de la isla de Pascua? Claro que lo mejor de todo está en que pensamos que seguimos amando lo nuestro, pero a fuerza de abandonarlo y de visitar lugares con marcos mucho más incomparables y gentes de espíritu más amplio -cosa no difícil, por cierto- aprendemos a relativizar todo este ambiente que llevamos pegado a los hocicos. Viajar es lo que tiene. Sale uno y vuelve distinto. Por ejemplo, Ulises salió y volvió más viejo.

¿Y qué decir de Marco Polo? Se fue a la China y se trajo para Italia una de sus identidades nacionales, el espagueti. Ahora lo tenemos peor. Desde que han quitado las tiendas libres de impuestos -en el nivel de precios en que las han dejado es como si ya no existieran- ya no podemos traernos aquella corbata o aquellos zapatos de aguja que nos hacían más idénticos, quiero decir a nosotros mismos porque ahora sólo somos genuinos si nos parecemos a los demás. Se le puede llamar globalización pero también consumo, porque lo que más nos iguala es lo que compramos. Bueno, peor está salir a mejorar el inglés en la Rubia Albión y venirse con los verbos irregulares aftosos. Porque esa es otra, ahora lo que más viajan son las enfermedades. A veces se mira uno al espejo después de hacer la maleta y se pregunta si no será una enfermedad, sobre todo porque nunca nos faltan las ganas de joder, dicho sea con total desenvoltura.

Pues bien, con tanto movernos de un sitio a otro y tanto cambiar de huso horario y hasta de uso de razón, acabamos por no saber ni donde estamos. Yo por ejemplo creía estar aquí, con Vds. Y resulta que también estoy muy lejos. De hecho no puedo recordar dónde nos vimos por última vez, si era sobre el papel o sobre la marcha, así que no sé si estoy lanzando al mar el mensaje, la botella o el medio, no importa, sólo quería desearles que disfrutaran y se empa-paran de horizontes lejanos a ver si ampliábamos éste un poco. O sea, el horizonte. O lo lejano.

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