Columna

Indígenas

La mala o la falsa conciencia de neoliberales desenmascarados y de paniaguados del PRI en trance de resituación trató de convertir la entrada de los zapatistas en México DF en poco menos que un aquelarre urdido por un maestrillo literaturizado (Marcos) y unos cuantos compinches de la intelectualidad europea, partidarios de la revolución pendiente. Hay que leer bastante y desarmarse mucho de teología, me refiero a la neoliberal, para entender el sorprendente tour de force que el neozapatismo ha planteado a la globalización desde 1994, especialmente desde que dejó prácticamente de ser una...

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La mala o la falsa conciencia de neoliberales desenmascarados y de paniaguados del PRI en trance de resituación trató de convertir la entrada de los zapatistas en México DF en poco menos que un aquelarre urdido por un maestrillo literaturizado (Marcos) y unos cuantos compinches de la intelectualidad europea, partidarios de la revolución pendiente. Hay que leer bastante y desarmarse mucho de teología, me refiero a la neoliberal, para entender el sorprendente tour de force que el neozapatismo ha planteado a la globalización desde 1994, especialmente desde que dejó prácticamente de ser una revolución armada para ser una revolución cultural y política que convocaba a la sociedad civil como auténtico sujeto histórico de cambio: una convocatoria rigurosa, profundamente democrática y nada mesiánica.

Pero como aparentemente se trataba de un grupo de indígenas enmascarados mandados por un blanco seudopoeta, el racismo cultural decretó que los pobres indígenas, una vez más, estaban instrumentalizados por profetas posmarxistas locales o por indoeuropeos nostálgicos del KGB. La verdad era muy otra. Los líderes indígenas curtidos en luchas sindicales agrarias y de defensa de sus raíces, abiertos a la modernidad y no cerrados a ella, absorbieron un residual guerrillerismo universitario de corte castroguevarista y lo sumaron a una inteligentísima operación de presión ética sobre la sociedad mexicana e internacional. El presidente del PRI quiso exterminarlos durante la segunda semana de enero de 1994 y se contuvo ante el escudo protector de la reacción social mexicana y de la solidaridad internacional, que se dedicó a viajar a Chiapas para hacer un buen uso de lo que Almunia calificaba como turismo revolucionario.

Sería injusto dar todos los méritos al intelectual orgánico colectivo del zapatismo y no elogiar la inteligencia táctica del presidente Fox, que hasta ahora ha propiciado el diálogo por encima de las presiones de su propio partido, coincidentes con los teólogos neoliberales, con los paniaguados del PRI y con los meatintas españoles, que no europeos, convencidos de que al buen salvaje aún se le manipula con collares de abalorios o con boleros poscomunistas.

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