Columna

La política vasca y la 'ley de Say'

Jean-Babtiste Say, un estudioso francés seguidor de Adam Smith que vivió a finales del siglo XVIII y principios del XIX, formuló una famosa teoría, conocida desde entonces como la ley de Say, según la cual toda oferta genera su propia demanda. De acuerdo con dicha proposición no podrían existir la sobreproducción o el desempleo. Esta forma de ver las cosas sería fuertemente discutida por un ilustre contemporáneo de Say, Thomas Robert Malthus, aunque el clérigo británico acabaría pasando a la historia principalmente por sus teorías sobre la población. Además de persona erudita y profesor, Jean-...

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Jean-Babtiste Say, un estudioso francés seguidor de Adam Smith que vivió a finales del siglo XVIII y principios del XIX, formuló una famosa teoría, conocida desde entonces como la ley de Say, según la cual toda oferta genera su propia demanda. De acuerdo con dicha proposición no podrían existir la sobreproducción o el desempleo. Esta forma de ver las cosas sería fuertemente discutida por un ilustre contemporáneo de Say, Thomas Robert Malthus, aunque el clérigo británico acabaría pasando a la historia principalmente por sus teorías sobre la población. Además de persona erudita y profesor, Jean-Baptiste Say fue también hombre de negocios y precursor de una actividad que con el tiempo alcanzaría una gran difusión: la comercialización de seguros de vida. Quizá la comprobación empírica de la existencia de una importante demanda para este producto le indujera a generalizar el argumento y a suponer que, también en términos agregados, el mercado se encargaría de equilibrar la oferta y la demanda. En todo caso, las ideas de Say ocuparon un lugar relevante en las doctrinas económicas hasta sucumbir ya definitivamente ante los planteamientos del economista más influyente del siglo XX, John M. Keynes.

Pues bien, la manera de proceder de los partidos políticos ante las próximas elecciones anunciadas para el 13 de mayo recuerda en cierto sentido la lógica propia de la ley de Say, ya que unos y otros actúan como si estuvieran absolutamente convencidos de que, digan lo que digan, la gente va a ir disciplinadamente a votar; de que, pase lo que pase, la oferta electoral va a encontrar su correspondiente demanda concretada en un cierto número de sufragios emitidos. Y debe ser este convencimiento el que les lleva a suponer que los sufridos electores acabaremos comprando el producto aunque éste se parezca poco al que la mayoría de la sociedad demanda.

Cualquiera que eche un vistazo a los estudios de opinión que se han venido haciendo públicos a lo largo de los últimos meses comprobará en seguida que la mayoría de la población del País Vasco reclama insistentemente un acuerdo entre los partidos políticos que, como mínimo, restablezca los consensos existentes hasta hace dos años como punto de partida para cualquier proyecto de futuro. En algunos sondeos publicados, los encuestados han afinado aún más, apareciendo como la opción mayoritariamente deseada por la población la resultante de un acuerdo entre el PNV y el PSE-EE para formar gobierno.

Sin embargo, nada de esto parece importar a los líderes políticos o a los responsables de sus respectivas campañas electorales. Algunos, probablemente los más, ya han interiorizado que, sea cual sea el escenario político resultante de las elecciones, ellos tendrán que seguir blandiendo los mismos argumentos que les han servido durante el último tiempo: cambio, libertad, diálogo, paz, soberanía. Así las cosas, no tiene mucho sentido buscar aproximaciones. Otros, los menos, piensan que el 14 de mayo habrá que encontrar puntos de acuerdo, pero que dichos puntos serán más favorables para aquellos que hayan obtenido un mejor resultado en las urnas. Así que, por uno u otro camino, se llega al mismo sitio: a la necesidad de extremar los argumentos y de marcar las diferencias, aunque sea a costa de negar la historia que unos y otros han ido tejiendo juntos durante muchos años.

Es posible, más bien es casi seguro, que lo que se diga y haga durante las próximas semanas acabe determinando lo que pueda decirse y hacerse en el futuro. Pero unos y otros parecen caminar felices y contentos hacia la fatídica fecha, convencidos de que lo único importante es su propia supervivencia. Ajenos por completo al sentir mayoritario de la sociedad y seguros de que Jean-Baptiste Say tenía razón. Con la certeza de que, al final, los resignados votantes acudirán, apremiados por tanto mensaje trascendental y agónico, a darles el sufragio. La oferta, aunque sea descabellada, habrá logrado así crear su propia demanda.

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