Tribuna:

Política indígena

La inquietud en las regiones mapuches del sur de Chile, la marcha de Chiapas, la polémica entre el subcomandante Marcos y la clase política y empresarial mexicana, son sucesos relacionados, importantes, de proyecciones largas. Nosotros, aquí en Chile, tendemos a pensar que somos, a diferencia de los países de más al norte, un pueblo homogéneo, sin mayores diferencias culturales, sin problemas de integración. Es una ilusión que comenzó en los años de la República Conservadora, desde la década de 1830 en adelante, y que todavía sigue. México, a diferencia de nosotros, tuvo a lo largo del ...

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La inquietud en las regiones mapuches del sur de Chile, la marcha de Chiapas, la polémica entre el subcomandante Marcos y la clase política y empresarial mexicana, son sucesos relacionados, importantes, de proyecciones largas. Nosotros, aquí en Chile, tendemos a pensar que somos, a diferencia de los países de más al norte, un pueblo homogéneo, sin mayores diferencias culturales, sin problemas de integración. Es una ilusión que comenzó en los años de la República Conservadora, desde la década de 1830 en adelante, y que todavía sigue. México, a diferencia de nosotros, tuvo a lo largo del siglo XX una etapa de indigenismo, de algo que podría llamarse toma de conciencia de las realidades no españolas, no europeas. Basta pensar en los grandes murales de Diego Rivera y de José Clemente Orozco, inspirados en una revisión de la conquista y en una crítica acerba de la acción de los conquistadores y de la Iglesia católica. Todavía recuerdo a un cura español con una cruz que remata por abajo en una lanza de acero y que se clava en la espalda de un indio, figura central de una de las pinturas murales de Orozco más conocidas. Da la impresión, sin embargo, de que todo esto fue más bien una retórica, un gran alarde y un gran gesto de los primeros revolucionarios mexicanos más que una verdadera proposición política. En sus declaraciones de los comienzos de la sublevación de Chiapas, el subcomandante Marcos se proponía derribar la fortaleza en apariencia inexpugnable del PRI. El asunto tenía una lógica estricta. La revolución mexicana, convertida en institución, con régimen de partido único, dictadura disfrazada o, como dijo Vargas Llosa, dictadura perfecta, se había olvidado por completo de los pobres y de las minorías indígenas. Se daba prioridad al desarrollo económico de algunos sectores del país, con la idea clásica de un 'derrame' de riqueza en un futuro indefinido, y se mantenía la estabilidad por medio de la corrupción y de la mano dura. El levantamiento de Chiapas fue una consecuencia inevitable y una advertencia muy seria, no sólo para México, sino para todo el mundo latinoamericano. Es una paradoja que Chile, antípoda de México en más de algún aspecto, se vea enfrentado ahora a uno de los conflictos indígenas más serios de América del Sur. Es, también, una razón para reflexionar y para tratar de ir más lejos. El México de los comienzos de la Revolución tuvo una política indígena y terminó por abandonarla, con las consecuencias que están a la vista. El Chile moderno, engañado por una especie de ilusión europeizante, nunca creyó en la necesidad de una política para las minorías étnicas; las consecuencias empiezan a notarse ahora.

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Como ocurre en casi todos los conflictos modernos, el tema es muy antiguo, tiene una larga historia. Es el resultado de situaciones arrastradas a lo largo de años y décadas y que nunca tuvieron una solución de fondo. Si llevamos el análisis a un extremo, se podría sostener que el imperio español, a su modo, dentro del contexto de la época, con todo el dogmatismo de los tiempos, tuvo una política frente a los indios americanos. Hubo un esfuerzo organizado de asimilación, de educación religiosa, de integración a la civilización europea de la época en su vertiente hispánica y católica. El puritanismo anglosajón enfocaba el tema de un modo muy diferente. Mientras los norteamericanos trataban de borrar las culturas indígenas, pero aceptaban perfectamente que los indios, como personas, olvidados de su pasado, sometidos a las nuevas leyes y las nuevas costumbres, se convirtieran en ciudadanos de los Estados Unidos, los colonizadores españoles, civiles y religiosos, ensayaban formas inéditas de sincretismo. Algo muy parecido ocurría en la América portuguesa, como se puede notar, por ejemplo, en las iglesias barrocas de Bahía o en las de Minas Gerais. Los cultos del pasado se adaptaban con relativa facilidad, con algo que se podría llamar fluidez, a la religión nueva. Los artesanos indígenas tallaban los altares de sus colonizadores con toda clase de elementos propios, autóctonos: deidades femeninas, madres del agua, frutos del trópico, en medio de las figuras del santoral del Viejo Mundo.

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Algunos sostienen ahora que este relativo respeto de la colonización de origen ibérico, española, portuguesa, católica, frente al mundo precolombino sería una de las explicaciones del atraso económico de América Latina. Entran aquí en juego las conocidas teorías sobre el capitalismo y la religión protestante. Los americanos del Norte suprimían a sangre y fuego las culturas indígenas y permitían a la vez que algunos pieles rojas, algunos sioux, se transformaran en impecables ciudadanos norteamericanos, productores y consumidores en la nueva economía. Los del Sur, en cambio, aceptaban los viejos ritos con nuevos nombres, pero de hecho, al escoger esta forma de influencia, imponían un ritmo de modernización mucho más lento, menos adaptado a las formas avanzadas del capitalismo. Esta visión de la historia de la conquista y la colonización no deja de ser inquietante. Nos obliga a preguntarnos, a estas alturas, después de algunos siglos de transcurso, si el indudable avance actual de las religiones protestantes en América Latina, sobre todo entre las poblaciones más pobres, no es una forma no prevista de la globalización, una entrada por la puerta falsa del capitalismo planetario y triunfante. Escucho a mujeres de los barrios populares de todo Chile muy contentas con los predicadores evangélicos, presbiterianos, mormones. Los maridos, en lugar de emborracharse en las tabernas o de jugarse sus jornales a las cartas o a la rayuela, se levantan temprano y parten a sus trabajos. Y las iglesias cumplen con las funciones de los clubes sociales. El protestantismo impone, incluso en las versiones populares que se difunden ahora, formas de vida mucho más laicas, menos ancladas en el pasado, más acordes con el mercado y con el dinero. Dios se vuelve protestante y capitalista y las mujeres del pueblo, dueñas del sentido común, sostenedoras del orden, aplauden.

Son temas de una complejidad enorme y nos toca abordarlos con imaginación, con libertad de espíritu, con criterios democráticos y modernos. A mí no me parece mal, por ejemplo, que el subcomandante Marcos, después de la marcha de su gente desde Chiapas hasta el Distrito Federal, exija hablar frente al Congreso Pleno de México. Es un reconocimiento suyo, después de todo, de la dignidad y de la fuerza de una gran institución europea -el Parlamento-, trasplantada con dificultades, con tropiezos y retrocesos, en América indígena. Si estas instituciones de la vieja Europa hubieran echado verdaderas raíces entre nosotros, habría representantes de las minorías indígenas en nuestros parlamentos, en la diplomacia, en los gobiernos, en los ejércitos. Nos encontramos a veces, por ahí, con un nombre zapoteca, mapuche, aymara, pero parece que sólo estuvieran de muestra, como excepciones que sólo confirman la regla contraria. La fuerza con que han entrado en estos años los norteamericanos de origen africano en la vida pública de su país es incomparablemente mayor, aun cuando todavía subsistan focos importantes de segregación. Ahora empieza a cambiar en forma rápida la situación de las minorías hispanas. Nosotros somos criticones, especialistas en los tópicos antiyanquis, pero de hecho actuamos en las cuestiones raciales con criterios mucho más rígidos y más retrógrados.

A los chilenos, por ejemplo, nos gusta mucho presentarnos en el exterior como ingleses, como alemanes, como suizos, como esa entelequia que se llamaba hasta hace muy poco 'aristocracia castellano-vasca' y que Neruda, en versos memorables de su Canto general, definió como los 'reyes del calcetín'. Al fin y al cabo, habían hecho sus pinitos, como nuestro famoso conde de la Conquista, en los tenderetes y los almacenes de ultramarinos. De hecho, la república tuvo etapas de retórica indigenista desde su fundación, pero nunca enfocó el tema con seriedad madura. Recitamos estrofas de La araucana y nos encontramos con una que otra estatua de Caupolicán y de Lautaro. Los mapuches han recibido tierras en diferentes épocas; lo que nunca han recibido es una preparación adecuada, una tecnología y un capital de trabajo mínimos. Queda pendiente siempre la cuestión de fondo, la de una integración real. Algunos chilenos ilustrados, en diferentes épocas, se acercaron al mundo indígena con una mirada abierta, humanista, libre de prejuicios. Han sido la excepción a la norma y se los ha escuchado poco. Cuando estuve en la Unesco, supe que había una colección de gramáticas de lenguas autóctonas y propuse una edición de la gramática araucana del jesuita colonial Luis de Valdivia. Hubo alguna reacción favorable, como suele ocurrir, pero después tuve que abandonar el cargo y parece que nunca se volvió a hablar del asunto. En cualquier caso, al país le tocó realizar ahora el esfuerzo de integración que no quiso o no supo hacer en el pasado y que quedó como una de nuestras mayores asignaturas pendientes. No está mal que se repartan algunas tierras y maquinarias, pero habrá que adquirir una conciencia diferente, de contenido más auténtico, más democrático, y habrá que hacerlo con todo el conjunto iberoamericano. Ni más ni menos. De otro modo, seguiremos siendo un continente atrasado, y por añadidura, como decía Pío Baroja, tonto.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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