Editorial:

Viejas añoranzas

El nacionalcatolicismo español amenaza con volver por sus fueros en versión actualizada por el Partido Popular catalán. Una proposición no de ley presentada por el PP en el Parlamento de Cataluña insta al Gobierno de la Generalitat a tomar medidas para que otras confesiones no desplacen en los centros escolares la asignatura de religión católica.

El Estado, a juicio del PP, debe intervenir para evitar que los minaretes suplanten al románico. La vieja identificación entre la fe y la patria asoma de nuevo ante la amenaza de la competencia de otras creencias. Los populares catalanes se su...

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El nacionalcatolicismo español amenaza con volver por sus fueros en versión actualizada por el Partido Popular catalán. Una proposición no de ley presentada por el PP en el Parlamento de Cataluña insta al Gobierno de la Generalitat a tomar medidas para que otras confesiones no desplacen en los centros escolares la asignatura de religión católica.

El Estado, a juicio del PP, debe intervenir para evitar que los minaretes suplanten al románico. La vieja identificación entre la fe y la patria asoma de nuevo ante la amenaza de la competencia de otras creencias. Los populares catalanes se suman así a la estela de manifestaciones despectivas hacia los inmigrantes inauguradas por Marta Ferrusola y Heribert Barrera. Ahora se ha visto que sus críticas a las inaceptables manifestaciones de nacionalismo excluyente de los otros eran puro oportunismo. Ferrusola y Barrera sembraron vientos y el PP se suma a las tempestades. La base sobre la que descansa la propuesta del PP enlaza con la visión de la inmigración como una agresión a una cultura establecida, consideración común de todo nacionalismo identitario y de la que no escapa esta versión castiza del nacionalismo español.

Frente al valor de la laicidad, el PP catalán vuelve a la vieja escuela y prefiere escorarse hacia una determinada confesión, la católica, que imparten profesores nombrados por los obispos y pagados con dinero de todos los ciudadanos, cuando lo sensato es buscar un pacto que sustraiga al Estado democrático de los credos religiosos. Lo más grave es que el PP ha decidido pasar de las palabras a los hechos. En la línea de resolver 'un problema' expulsando por la vía rápida a un centenar de inmigrantes subsaharianos previamente sedados, se llegó al experimento de El Ejido, un municipio gobernado por el PP en el que el propio Ayuntamiento toleró, cuando no auspició, el acoso de una parte importante de la población autóctona contra centenares de inmigrantes que vivían en condiciones infrahumanas. Ha habido otros síntomas de que lo que parecía superado no se ha ido. El viernes pasado, el portavoz del Gobierno, Pío Cabanillas, acusaba al nacionalismo de alentar la irrupción del racismo y la xenofobia. No le faltaba razón. Pero debió mirar a su propio partido en el espejo.

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