HORAS GANADAS

Termópilas

El placer de la relectura supera, en muchas ocasiones, el que produjo el primer abordaje de un libro o un autor. No hay, sin embargo, una norma clara que justifique nuestra inclinación a releer. Tampoco amanecen claros los impulsos de cada época. Cuesta saber, por ejemplo, por qué, de unos años a esta parte, autores como Camus o Conrad vuelven a ser leídos con asiduidad mientras grandes escritores de calidad indiscutible -Gide, Pavese, e incluso el mismo Proust, entre tantos- parecen algo relegados. Si pudiéramos trazar una historia de la relectura tendríamos, sin duda, un conocimiento más pro...

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El placer de la relectura supera, en muchas ocasiones, el que produjo el primer abordaje de un libro o un autor. No hay, sin embargo, una norma clara que justifique nuestra inclinación a releer. Tampoco amanecen claros los impulsos de cada época. Cuesta saber, por ejemplo, por qué, de unos años a esta parte, autores como Camus o Conrad vuelven a ser leídos con asiduidad mientras grandes escritores de calidad indiscutible -Gide, Pavese, e incluso el mismo Proust, entre tantos- parecen algo relegados. Si pudiéramos trazar una historia de la relectura tendríamos, sin duda, un conocimiento más profundo de las auténticas tendencias de cada época.

Nosotros mismos, individualmente, acostumbramos a sincerarnos a través de la relectura como si cada uno de nuestros momentos, de nuestros estados de ánimo, quedaran reflejados en la elección. Accedemos por primera vez a un texto por inducción o por azar, de manera que es un acto escasamente libre. Pero la relectura sí es una opción iluminada por la libertad. Por eso, con el paso de los años, apreciamos cada vez más el retorno a ciertos autores hasta que un determinado aire de familia alimenta nuestra conversación con ellos.

Acudimos a sus escritos casi en diálogo íntimo, en busca de nuestras propias necesidades. Con Shakespeare o Dostoievski podemos conversar, otra vez, acerca de las pasiones humanas; Montaigne o Epicuro, en distinta dirección, nos alivian con su generosa senatez; Platón, por el contrario, es insuperable cuando pretendemos volar de nuevo hasta cielos inalcanzables. En realidad, toda la historia de la filosofía y de la literatura no es más que un convite cuyos invitados nos hablan, o callan, según nuestras propias necesidades vitales. En alguna medida, las relecturas tejen la red más sutil de nuestra biografía.

En ocasiones, no obstante, regresamos a un autor -o a una ciudad o un país, en la memoria- porque un mediador nos hace regresar. Asociamos una obra a un nombre de modo que cuando éste es evocado también aquélla resurge en el horizonte. Y ello, en el territorio de la amistad, ocurre tanto en la alegría del reencuentro como en la tristeza de la despedida.

Alexis Eudald Solà, fallecido recientemente, va unido indisociablemente en mi recuerdo a la obra de Konstantin Kavafis. Como es sabido, Eudald tradujo a otros autores de la literatura griega moderna; entre ellos a Kazantzakis, Seferis, Ritzos y Elitis. Pero tenía una especial devoción por Kavafis, extraordinariamente afortunado con sus traductores en la Península Ibérica: Riba, Valente, Ferraté y el mismo Solà.

Eudald, con su estilo nervioso y torrencial, podía hablar horas enteras sobre la poesía de Kavafis sin que en ningún momento decayera el apasionado caudal de informaciones. Parecía saberlo todo acerca del poeta alejandrino y asimismo sobre sus fuentes helenísticas y bizantinas. Para mí, mucho más escorado hacia la Grecia clásica, la de los trágicos y los filósofos, era fascinante escuchar a Solà hablarme de esta otra Grecia, tan desconocida todavía, que transcurre durante siglos por un laberinto espiritual ajeno aún para Occidente.

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Creo que esto vinculaba a Eudald -amante de los vericuetos mediterráneos- con Kavafis. En ambos casos no se dirigían a la Grecia épica e ideal, sino al sinfín de pequeñas grecias que se alojan en las emociones individuales. Eudald Solà, tan conocedor de Sicilia como del Vaticano, estaba siempre atento, al igual que Kavafis, a la grandes liturgias que amparan las pequeñas ceremonias cotidianas.

Hacía años que no abría ningún libro de Kavafis, aunque en otro tiempo había sido una lectura favorita. Pero cuando, por la mediación de Eudald, he vuelto a sus poemas he confirmado su extraña grandeza, su capacidad para extraer belleza del subsuelo: pocos poetas de lo erótico lo han hecho con tanta sabiduría.

Sin embargo, Kavafis es también un sobresaliente poeta del destino, así en minúscula: de los pequeños destinos humanos ciegamente enfrentados a la brutalidad de un Destino mayor y más cruel. En esta relectura me ha llamado la atención el método de Kavafis para expresar una ética personal. Por un lado, los breves accidentes del día, los amores clandestinos, los paisajes miserables, el incierto juego de las horas, se convierten en fuerzas poderosas que empujan el río de la historia; mientras, por otro lado, la Gran Historia se deshace en múltiples riachuelos que, lejos de la épica, determinan la auténtica conducta de los hombres.

A Kavafis no le interesa el Amor, sino los amores. Tampoco le interesa la hazaña del Héroe o el dominio del Emperador, sino aquel momento, particular y único, en que Aquiles, o Alejandro, o César se enfrentan a dilemas semejantes a los nuestros, con nuestras dudas, nuestros temores y nuestras soluciones siempre provisionales.

Le agradecí entonces a Eudald Solà tantas horas amenas sobre las otras grecias y le agradezco ahora haberme llevado, de nuevo, hacia Kavafis. Y hacia sus Termópilas: 'Honor a aquellos que en sus vidas custodian y defienden las Termópilas. Sin apartarse nunca del deber; justos y rectos en sus actos, no exentos de piedad y compasión; generosos cuando son ricos, y también si son pobres, modestamente generosos, cada uno segun sus medios; diciendo siempre la verdad, pero sin guardar rencor a los que mienten...'.

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