Columna

Paleoicnofascismo

Todo empezó en La Rioja, en un pueblo llamado Cornago. Allí, un equipo de paleontólogos de la Universidad Autónoma de Madrid e Iberdrola se dirigió una mañana al yacimiento de Los Cayos para continuar con la tarea que llevan a cabo desde principios de los años ochenta, y que ha convertido aquella zona en un lugar maravilloso, en una tierra llena de revelaciones que se agrandan cada vez que se descubre un nuevo fósil, una nueva huella de los seres prehistóricos que habitaron esos lugares: aves gigantescas, reptiles voladores y dinosaurios. Esas huellas fósiles se llaman icnitas, y los lugares d...

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Todo empezó en La Rioja, en un pueblo llamado Cornago. Allí, un equipo de paleontólogos de la Universidad Autónoma de Madrid e Iberdrola se dirigió una mañana al yacimiento de Los Cayos para continuar con la tarea que llevan a cabo desde principios de los años ochenta, y que ha convertido aquella zona en un lugar maravilloso, en una tierra llena de revelaciones que se agrandan cada vez que se descubre un nuevo fósil, una nueva huella de los seres prehistóricos que habitaron esos lugares: aves gigantescas, reptiles voladores y dinosaurios. Esas huellas fósiles se llaman icnitas, y los lugares donde se encuentran se llaman yacimientos paleoicnológicos, porque cuando se pretende estudiar a un animal muy grande es necesario recurrir a palabras muy largas, palabras que lleven de un lado a otro del dinosaurio, que sean capaces de abarcarlo entero, de la cabeza a la cola.

El caso es que el yacimiento paleoicnológico de Los Cayos contaba con un montón de huellas fósiles, pisadas de unos treinta y cinco centímetros de longitud hechas por un ser tridáctilo, cuyas patas tenían dedos larguísimos -el central en forma de uve- y un talón asimétrico, y que los estudiosos sabían que todo eso significaba que quienes dejaron esas huellas fueron animales carnívoros de gran tamaño. Hasta ese punto, todo resultaba fascinante pero normal, era un hecho extraordinario que tenía una explicación lógica.

Pero aquella mañana empezaron a suceder cosas extrañas. Uno de los paleontólogos había descubierto el día antes una huella enorme, profunda, que revelaba unos dedos poderosos en forma de uve más pronunciada de lo normal, más agresiva. Seguramente, pensó, esa huella era la de un ser dominante, tal vez violento, el jefe de una manada, el más bruto y el más fuerte, el que tenía las mandíbulas más poderosas, el que nunca saciaba su hambre. O sea, un auténtico bestia.

Entusiasmado con su hallazgo, el paleontólogo de la Universidad Autónoma trabajó toda la mañana en el desenterramiento y limpieza del siguiente paso del dinosaurio, que estaba a unos tres metros del anterior, lo cual demostraba que poseía una gran zancada. Sin embargo, lo que descubrió le dejó desconcertado: la huella era un poco diferente a la anterior, un poco más pequeña y más suave y, además, parecía de una época más reciente, igual que si hubieran pasado algunos años entre una y otra. Desconcertado por aquella evolución, el paleontólogo restauró la siguiente huella, que ya no estaba a tres metros de la que le antecedía, sino sólo a dos y medio: era más pequeña. Siguió trabajando. En la quinta o sexta pisada fósil empezó a insinuarse un cuarto dedo. Siguió avanzando, ahora ayudado por todo el equipo científico, que trabajaba sin comprender, a ciegas, pero excitado por aquel misterio. Y así, poco a poco, siguiendo el rastro de los dinosaurios, dejaron atrás Cornago y, cuando ya estaban en el límite de La Rioja, el cuarto dedo de la huella resultaba completamente visible. Empezaron a pensar en una palabra de más de quince letras que fuese capaz de explicar el fenómeno.

Siguieron trabajando con sus herramientas, sus pinceles, sus máquinas de precisión, y las huellas les fueron llevando hacia Soria, donde las pisadas eran mucho más pequeñas y donde ya empezaba a delatarse el dibujo de un quinto dedo, una especie de pulgar, más corto y más ancho que los otros. Al entrar en Guadalajara, el quinto dedo estaba completamente formado. Los paleontólogos, exhaustos pero sin rendirse, siguieron hacia Madrid: al entrar en los límites de la capital, la huella del pie desnudo se convirtió en la de una sandalia, y luego en la de un zapato. Y así, tras la pista de ese zapato, llegaron a Argüelles, a la plaza de España, a la Gran Vía y, finalmente, al Congreso de los Diputados, donde las huellas, como pudieron comprobar inmediatamente, acababan en los escaños azules del Gobierno del PP, que en ese instante acababa de negarse, amparado en su mayoría absoluta , a condenar el golpe de Estado fascista de Franco, en 1936. 'Qué bárbaro' -dijo uno de los paleontólogos, encendiendo un cigarrillo- 'no condenan al Gran Criminal y condecoran al policía torturador Melitón Manzanas'. Y otro, acordándose de las huellas, añadió: 'Bueno, ha sido un largo camino, pero no hemos evolucionado mucho'.

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