AULA LIBRE

La lectura en la educación infantil

En las postrimerías del curso pasado, los medios de comunicación dieron cuenta de unas declaraciones de la ministra de Educación en las que se deslizaron unas palabras de singular trascendencia. Aunque no puedo reproducirlas literalmente, de ellas se desprendía la voluntad de que las niñas y niños aprendan a leer en el último curso de la etapa de educación infantil (5/6 años). Sin perjuicio de cuáles sean las intenciones últimas que se esconden tras estas palabras -pues, a pesar de su aparente claridad, pueden ser interpretadas en sentidos muy diversos-, el hecho mismo de que Pilar del Castill...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En las postrimerías del curso pasado, los medios de comunicación dieron cuenta de unas declaraciones de la ministra de Educación en las que se deslizaron unas palabras de singular trascendencia. Aunque no puedo reproducirlas literalmente, de ellas se desprendía la voluntad de que las niñas y niños aprendan a leer en el último curso de la etapa de educación infantil (5/6 años). Sin perjuicio de cuáles sean las intenciones últimas que se esconden tras estas palabras -pues, a pesar de su aparente claridad, pueden ser interpretadas en sentidos muy diversos-, el hecho mismo de que Pilar del Castillo realice estas manifestaciones ofrece un magnífico pretexto para ocuparse de un tema serio y complejo que con demasiada frecuencia se aborda con preocupante frivolidad.

Es necesaria una auténtica política de fomento de la lectura, que garantice la igualdad de oportunidades

La formación de lectores y escritores es una finalidad social que atañe a todas las etapas educativas y, en un sentido amplio, a la sociedad en su conjunto. El acceso a la información y el conocimiento requiere saber leer y escribir y utilizar estas herramientas constitutivas de nuestra cultura para aprender. Además, mediante la lectura nos evadimos, llenamos nuestro tiempo de ocio, viajamos a mundos reales e imaginarios. En definitiva, nos hacemos con una amiga fiel y discreta, que nos acompaña a lo largo de toda la vida. Desde muy pequeños, los niños y niñas que viven en sociedades como la nuestra experimentan una interacción inespecífica con la escritura, pues ésta se encuentra presente de diversas formas en sus contextos de vida (en los envoltorios de productos habituales, en las indicaciones de las medicinas, en las instrucciones de los juegos, en el supermercado, en los rótulos de las calles, en los diarios y libros). Algunos -desde luego, no todos- viven en familias en las que lo escrito forma parte de lo cotidiano.

Los niños, como sus familias, son diferentes; los sentimientos, experiencias y conocimientos que aportan a la escuela varían de uno a otro. Corresponde a la escuela sistematizar un conjunto de experiencias para que todos encuentren los motivos, los retos y las ayudas para aprender. En lo que concierne a la lectura, tomar conciencia de esta diversidad cuestiona la confortable pero errónea y peligrosa idea de que existe un único método para aprender a leer y una edad determinada para realizar ese aprendizaje. Tan absurdo es proclamar que los niños y niñas no pueden leer antes de los seis años (o de los siete, o de los cinco), aludiendo a una pretendida 'madurez', o al dominio de ciertos 'pre-requisitos', como decretar que todos deberán leer inexcusablemente en un mismo curso escolar. Afirmaciones de este tipo son poco respetuosas con la diversidad a que se ha aludido y muestran escasa familiaridad con los conocimientos aportados por la investigación realizada en los últimos años.

Es evidente que la lectura tiene un espacio en la educación infantil, espacio que no se restringe a la enseñanza de las correspondencias entre sonidos y letras. En la etapa, lo fundamental es que los niños disfruten de la lectura, se familiaricen con ella y quieran leer por su cuenta; que sientan confianza en sus propias posibilidades y en las ayudas que reciben para aprender a lo largo de un proceso dilatado y personal.

Dado que cada uno es diferente, el ritmo y las ayudas también lo serán: algunos las necesitarán para interesarse por los libros y las historias; otros, para encontrar respuestas a sus interrogantes ('aquí, ¿qué pone?'); algunos querrán leer y escribir enseguida, otros se mostrarán más remisos hasta sentirse seguros. Una postura como la descrita, basada en el respeto a la diversidad, es incompatible con otras que establecen edades fijas para leer, o una clara distinción entre lector y no lector, y que conducen inevitablemente a la homogenización (de métodos, de exigencias, de periodos). Por este camino no se soluciona ninguno de los problemas que tenemos en relación a la formación lectora de los niños y jóvenes; es más, previsiblemente se crearán otros nuevos -entre los que no hay que excluir una precoz e injustificable clasificación entre los que 'saben' y 'no saben'- y es posible que asistamos a una involución en las prácticas de enseñanza en educación infantil y en los supuestos en que se apoyan. Contribuir a la formación de lectores y escritores, lo que seguramente pretende la ministra, requiere una auténtica política de fomento de la lectura, que garantice la igualdad de oportunidades. Una política cuyas intervenciones dirigidas a los centros (impulso de las bibliotecas escolares, formación de docentes, asesores, inspectores y dotación de recursos) se complementen con medidas de carácter más amplio (programas de intervención en familias, medios de comunicación, redes de bibliotecas, uso de las nuevas tecnologías de la información e implicación de la comunidad en la formación de sus miembros). Una política que haga de la escuela infantil lugar de encuentro de las niñas y niños con el placer de la lectura y que evite que ninguno se sienta excluido de ella.

Isabel Solé es profesora del departamento de Psicologia Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Barcelona.

Archivado En