Tribuna:

Democracia y diálogo

En un libro de reciente aparición un experto politista como Lijphart ha vuelto a poner sobre el tapete su teoría sobre los dos modelos de democracia, el modelo mayoritario al estilo británico y el modelo continental al estilo neerlandés, dotándola de una conclusión sorprendente en tanto en cuanto está a contracorriente de las opiniones de sentido común y las opiniones arraigadas: la democracia consociativa es más eficiente, y por ello más eficaz, que la democracia mayoritaria. Y que, en particular, es más eficaz en una cuestión central en la actual agenda política: el control de la violencia. ...

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En un libro de reciente aparición un experto politista como Lijphart ha vuelto a poner sobre el tapete su teoría sobre los dos modelos de democracia, el modelo mayoritario al estilo británico y el modelo continental al estilo neerlandés, dotándola de una conclusión sorprendente en tanto en cuanto está a contracorriente de las opiniones de sentido común y las opiniones arraigadas: la democracia consociativa es más eficiente, y por ello más eficaz, que la democracia mayoritaria. Y que, en particular, es más eficaz en una cuestión central en la actual agenda política: el control de la violencia. Algo de verdad hay en la cuestión cuando democracias de tradición mayoritaria han tenido que recurrir a las técnicas de diálogo y compromisos propias de la democracia consociativa para controlar casos de violencia grave. Como la misma Gran Bretaña en el Ulster. Viene esto a cuento, claro está, de la actual situación vasca, de la percepción que de ella se tiene y de los medios para abordarla.Vaya por delante que, desde una perspectiva estrictamente militar la posición del Estado de Derecho es hoy mejor, y la de la banda peor, que en casi cualquier momento anterior, con la posible excepción del periodo que media entre el Espíritu de Ermua y la tregua-trampa. Los indicadores son bien expresivos y van desde el progresivo abandono de la compartimentación de los comandos a la caída del número de los operativos y del entrenamiento de sus miembros. La capacidad de ETA para causar daño, aun después del periodo de reorganización bajo la tregua, ha disminuido seriamente, y todo indica que seguirá disminuyendo. Además, el complejo dirigido por la banda, el MLNV, ha perdido el monopolio de la calle y de la agitación en ella, y todo parece indicar que la batalla por el control político del espacio público, de la calle, se está ganando. En el terreno policial y en el de la calle los buenos vamos ganando.

Tampoco van a peor la cosas en el terreno electoral. Aunque en un electorado como el vasco, fuertemente encuadrado, los cambios son de una lentitud geológica, el examen de las series, y desde las legislativas de marzo, de los sondeos muestran un reforzamiento del polo estatal, cuanto menos un estancamiento, si no un retroceso, del voto nacionalista y una reducción sustancial del apoyo al movimiento fascista. Las claves del desánimo no se hallan, pues, ni en la efectividad de la banda, ni en el agravamiento objetivo de los parámetros policiales del problema, ni en el empeoramiento del marco político general. Las claves están en otra parte, y en un terreno en el que la influencia de ETA es pequeña o nula: los partidos.

La experiencia de los años ochenta y los primeros noventa permite afirmar que la unidad entre los partidos democráticos puede no ser necesaria para el combate policial, y puede tener una influencia escasa sobre la cantera de extracción de nuevos militantes de la banda, pero tiene, y mucha, a la hora de conformar un espíritu público de resistencia democrática, sin el cual las condiciones políticas necesarias para llevar hasta el final la lucha contra el fascismo vasco difícilmente se darán. Ciertamente el PNV ( y EA) son responsables por haber roto el pacto de Ajuria Enea, en parte movidos por la esperanza de atraer al nacionalismo radical, en parte por el miedo a que la dinámica de unidad democrática respaldada por el Espíritu de Ermua se tradujera en la erosión del nacionalismo vasco. La deriva soberanista ha llevado al nacionalismo democrático a un callejón en el que todas las salidas son malas, a un juego pierde-pierde, en el que haga lo que haga se desgastará. Eso, y que la rectificación abierta pondría en tela de juicio las cabezas de ciertas figuras del PNV, es lo que explica la lentitud del viraje peneuvista.

En ese escenario es ciertamente legítima la opción de Aznar: apostar por una mayoría no nacionalista con el doble propósito de desplazar al PNV y obligarle a rectificar y, aunque eso no se diga, propiciar un escenario de escisión que privara a los peneuvistas de la posición central que ocupan en el mapa político vasco. Pero esa estrategia exige del PSE-PSOE la aceptación de un papel subalterno y una táctica de confrontación con todos los nacionalistas, que se niega a apreciar diferencia sustantiva entre peneuvistas y pistoleros. Aquí, y no en el doble papel del señor Mayor Oreja, se halla la clave de la situación actual: la estrategia aznariana es una estrategia de confrontación que busca la hegemonía del PP en el País Vasco, poco menos que a cualquier precio.

Tal estrategia plantea dos tipos de dudas: una pragmática, otra de principios. La primera se puede formular así: ¿qué ocurre si, pese a todo, el PNV no baja y la suma de PP y PSOE no llega a los 38 escaños que dan la mayoría absoluta en Vitoria, en otras palabras ¿qué pasa si el sondeo de El Correo acierta? ¿cómo componer una mayoría estatutaria para la que es necesario al menos el concurso del PNV? ¿la segunda objeción es de principio? ¿es legítimo colocar la aspiración al gobierno por delante de evitar la consolidación en Euskadi de una fractura social que pueda partir la sociedad vasca en dos?

Cuando los manifestantes de Barcelona, en parte siguiendo la opinión del asesinado Lluch, reclamaban diálogo, no planteaban ninguna clase de diálogo-trampa, reclamaban simplemente una estrategia política de consenso democrático y no de confrontación, como ha visto muy bien Pasqual Maragall. Por eso no es sorprendente que les haya sentado tan mal a los dirigentes conservadores, porque pone en cuestión su estrategia al colocar antes la colaboración con el nacionalismo moderado que su expulsión a las tinieblas exteriores. Claro que eso supone un horizonte de Gobierno vasco de gran coalición en que el presidente difícilmente sería del PP.

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La democracia no sólo supone principio de mayorías, también supone derechos fundamentales, diálogo y capacidad de compromiso. Por eso llevaban razón los manifestantes de Barcelona, y por eso haría bien la dirección conservadora en cambiar de orientación. Aunque sólo sea por el hecho de que la manifestación de arrogancia ofrecida por el señor Rajoy no es precisamente una buena carta de crédito electoral. Por lo demás no hay que engañarse: este Gobierno y cualquier otro anterior han dialogado con ETA. Y lo volverán a hacer. Entre otras razones porque ese es el único modo de hablar con la banda de lo único que con ella interesa hablar: cuándo, cómo y dónde dejan las pipas.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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