Tribuna:

La Puertalsol

Así es como la llamamos los vecinos. Y decimos "Lacalcalá", ya es hora de que intervengamos más activamente en el destrozo del idioma, tanto el escrito como el oral, prerrogativa autonómica de la que no hemos echado mano. Promovamos el batúa manchego como seña de identidad que, entre otras cosas, comporta la confusión y envilecimiento del lenguaje común. Basta de hacer las cosas sencillamente cuando, con un poco de esfuerzo, las podemos complicar. Ya se sabe que una de las aspiraciones más caras entre nuestros contemporáneos es la de procurar no ser entendidos por los demás, y ello conf...

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Así es como la llamamos los vecinos. Y decimos "Lacalcalá", ya es hora de que intervengamos más activamente en el destrozo del idioma, tanto el escrito como el oral, prerrogativa autonómica de la que no hemos echado mano. Promovamos el batúa manchego como seña de identidad que, entre otras cosas, comporta la confusión y envilecimiento del lenguaje común. Basta de hacer las cosas sencillamente cuando, con un poco de esfuerzo, las podemos complicar. Ya se sabe que una de las aspiraciones más caras entre nuestros contemporáneos es la de procurar no ser entendidos por los demás, y ello confiere una forma de arrogancia muy gratificadora. Recreémonos en la perplejidad de los forasteros cuando no comprendan los letreros de las calles o las indicaciones del tráfico. Entonces, si no la perdida capitanía nacional, habremos reconquistado un meritorio grado de incomprensión del que sentirnos ufanos. La globalización es, según dicen, un mal; pues combatámoslo singularizándonos, hasta que los visitantes, y nosotros mismos, no sepamos dónde estamos ni quiénes somos.Mientras, hay que aprovechar la desorientación provocada para callejear por los rincones de nuestra ciudad, esos que generalmente desconocemos, justo en el corazón de la Villa. Ocurre en toda tierra de garbanzos, de monchetas, de fabes, lacón con grelos, gazpachos y arroces, que pasemos indiferentes por lugares de nuestra geografía urbana, tan extraños como si fueran cerrados barrios orientales. Me refiero a la célebre "Puertalsol", y su territorio próximo, donde sólo veníamos a tiro hecho, para encontrar una mercancía determinada, de calidad, variedad o precio distintos que en cualesquiera otras zonas. Cosas o servicios ya olvidados. En los años sesenta, por irresistible y desconocido imperio, se puso en Madrid de moda el flamenco, el cante jondo y los viejos recordamos el bullicio de la calle de la Victoria y fronteras, donde se contrataban a los cantaores y tocaores como se hace en la plaza de Garibaldi mejicana con los mariachi. También paraban toreros sin contratos y apoderados de segunda división. En rúas limítrofes, con el eje en la calle de Carretas, una barata y poco agraciada prostitución de ambos sexos, que parece extinguida con el paso del tiempo. Esos rincones no eran el rompeolas de España, sino el sumidero de las desgracias, el crisol desvencijado de una resaca sin futuro. De la extraña plaza -es una media circunferencia cortada por el antiguo Ministerio de la Gobernación, que la cursilería contemporánea llama como creo que nunca fue conocido, "Casa de Correos", y luego Dirección General de Seguridad- de allí irradia el latido capitalino. Ya no queda un solo café de los de hace 50 años, ni una librería.

Ahí están los tugurios galdosianos, la reliquia de La Fontana de Oro, extrañamente conservada, las tabernas y colmados entre las callejuelas, en cuyas terrazas sentados se alimentan tempranamente los "guiris", a partir del mediodía, y por las que pasamos los madrileños como extraños. ¿Cuántos, que no vivan o sean habituales, reconocen el pasaje de Mathéu, que alterna con los nombres de las capitales andaluzas o catalanas? Una cafetería se proclama la más grande: "Se entra por Cádiz y se sale por Barcelona", dos denominaciones del callejero. La del Pozo, la de la Cruz, la más señorial del Príncipe y la plaza de Santa Ana, que estuvo orlada de espléndidas cervecerías alemanas y entre cuyas mesas, al aire libre, recuerdo el zigzagueo del vendedor de mojama y de bocas de la Isla, ceñido por la blanquísima chaquetilla blanca y tocado con una castiza gorra de visera. Desapareció el callejón de la Paz, que desembocaba en el cuartel de Pontejos y olía a caballos y Guardias de Asalto. En los altos estuvo el teatro Romea; llenó mis calenturas adolescentes el remoto atractivo de Laura Pinillos y las coristas que, según definió Jardiel Poncela son unas señoritas que levantan la pierna derecha cuando las demás levantan la izquierda.

Es un tesoro añejo y privativo que los madrileños y nuestras autoridades no pueden ni deben malgastar. Sería bueno que el señor Ruiz-Gallardón contratara a varios talentos periféricos y les invitara a beber hasta ser capaces de crear lo que tanto se echa en falta; un idioma de Madrid que sea ininteligible para todos, incluso para nosotros: el madringlish, nuevo lenguaje, ortografía imaginativa, lo que no consiguió rematar don Carlos Arniches. Y a pedir subvenciones a la Comunidad Económica Europea, que para eso está.

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