¿Qué hacemos con Clinton?

El 42º presidente de Estados Unidos está que fuma en pipa, hasta tal punto que la influyente columnista del New York Times Maureen Dowd, antigua corresponsal del diario en la Casa Blanca, ha bautizado el Despacho Oval como la Jaula Oval y ha equiparado a Bill Clinton con el doctor Hannibal Lecter, el protagonista de la famosa película El silencio de los corderos. El presidente Clinton no concibe que su vicepresidente durante ocho años no consiga despegar en las encuestas con una situación económica sin parangón en la historia de la República, sin apenas paro e inflación, con el í...

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El 42º presidente de Estados Unidos está que fuma en pipa, hasta tal punto que la influyente columnista del New York Times Maureen Dowd, antigua corresponsal del diario en la Casa Blanca, ha bautizado el Despacho Oval como la Jaula Oval y ha equiparado a Bill Clinton con el doctor Hannibal Lecter, el protagonista de la famosa película El silencio de los corderos. El presidente Clinton no concibe que su vicepresidente durante ocho años no consiga despegar en las encuestas con una situación económica sin parangón en la historia de la República, sin apenas paro e inflación, con el índice de criminalidad a la baja y con un superávit presupuestario que sirve de base a las promesas de los dos candidatos. Y su receta para catapultar al candidato Al Gore a la presidencia, confesada a sus allegados, no es otra que reclamar protagonismo en la campaña electoral.

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Su drama es que el aspirante demócrata no está por la labor y lo mantiene, tascando el freno, en su Jaula Oval. Un intento por parte de Clinton de lanzarse al ruedo la pasada semana en una reunión de congresistas demócratas con un ataque demoledor a las inconsistencias del programa electoral republicano y más concretamente a la personalidad de George W. Bush fue recibido con intensa frialdad en el cuartel general de Al Gore.

El vicepresidente sigue considerando como artículo de fe su solemne promesa hecha durante la Convención de Los Ángeles, -"quiero ganar por mí mismo"-, y nada tiende a indicar que vaya a cambiar de opinión. Desde el pasado 22 de mayo hasta que el presidente Clinton convocó hace dos semanas a su Consejo de Seguridad Nacional para discutir la crisis de Oriente Próximo, Gore no había pisado la Casa Blanca, y la comunicación telefónica entre los dos es inexistente, hasta el punto de que el International Herald Tribune titulaba el pasado viernes intencionadamente: "Bill se corroe. Me puedes telefonear, Al".

La pasada semana, la pareja coincidió brevemente en el funeral del gobernador de Misuri, Mel Carnahan, que murió en un accidente aéreo el día del último debate presidencial. Pero, después de la ceremonia, el portavoz de Al Gore, Mark Fabián, se apresuró a decir que el presidente y el vicepresidente no tenían prevista ninguna aparición conjunta durante la campaña.

La irritación de Bill Clinton no es precisamente altruista, ni está motivada por una preocupación desinteresada por el futuro de Al Gore. Responde a una obsesión, casi maníaca, por lo que el presidente ha descrito en alguna ocasión como su "legado histórico a la nación".

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No quiere ser recordado como el único presidente del siglo XX procesado por el Congreso -Andrew Johnson lo fue en 1868 y Nixon dimitió antes de que la Cámara votara su impeachment- y que su mención en los anales sea una referencia a sus devaneos en el caso Lewinsky.

Bill Clinton considera que una victoria del candidato Al Gore en las elecciones del próximo 7 de noviembre constituiría una reivindicación de su presidencia y, piensa él, su tercera victoria electoral.

El problema es que Gore piensa todo lo contrario. Quiere evitar precisamente eso. Que, si gana, le deba la victoria a su jefe y no a su esfuerzo personal y a sus cualidades.

Sabe que Clinton tiene todo lo que a él le falta: simpatía, desenvoltura y, sobre todo, una capacidad para conectar con el ciudadano medio sólo igualada anteriormente por Ronald Reagan.

Pero, a pesar de todo y a pesar de que su mejor baza sería intentar capitalizar los éxitos de los últimos ocho años, se resiste como gato panza arriba a involucrar a Clinton en su campaña. Hace oídos sordos al clamor de influyentes miembros de su partido y de los columnistas de la prensa liberal, empeñados en sacar a Clinton de su jaula.

"Dejadle libre", pedía el lunes Maureen Dowd en el New York Times. "A Al le puede no entusiasmar la idea , pero nada hay más humillante que la derrota", escribe Lance Morrow en la revista Time de esta semana. Para Murrow, si Gore no interpreta la partitura de Clinton, "se encamina hacia esa zona desolada de inexistencia histórica habitada por los ex vicepresidentes".

Hasta ahora, las encuestas dan la razón a Gore. Según Gallup, sólo el 17% de los sondeados considera que la irrupción de Clinton en la campaña beneficiaría al candidato demócrata, frente al 40% que se muestra en contra.

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