El Negro duerme en tierra africana

GaboroneAcabada la plegaria y mientras una multitud expectante se agolpaba fuera, el suboficial botsuano en traje de gala apartó con gesto de prestidigitador la bandera de su país que cubría la caja. Si hubiera tenido ojos, el Negro de Banyoles habría visto entonces un espacio frío, entre sala de actos de instituto y polideportivo, flores, autoridades, algunos rifles. Si hubiera tenido orejas, habría escuchado el clamor de la gente que pugnaba por llegar hasta él. Y si hubiera tenido nariz, habría aspirado el excitante y espeso olor de África.

Pero el Negro de Banyoles ya no tien...

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GaboroneAcabada la plegaria y mientras una multitud expectante se agolpaba fuera, el suboficial botsuano en traje de gala apartó con gesto de prestidigitador la bandera de su país que cubría la caja. Si hubiera tenido ojos, el Negro de Banyoles habría visto entonces un espacio frío, entre sala de actos de instituto y polideportivo, flores, autoridades, algunos rifles. Si hubiera tenido orejas, habría escuchado el clamor de la gente que pugnaba por llegar hasta él. Y si hubiera tenido nariz, habría aspirado el excitante y espeso olor de África.

Pero el Negro de Banyoles ya no tiene ojos, ni orejas, ni nariz. Ya no tiene rostro, ni cuerpo: es poco más que una calavera descarnada, abismada en una gran sonrisa de huesos y dientes blancos. El hijo pródigo de África parecía contento de volver a casa. Y por la noche ya descansó, por primera vez en 170 años, bajo la gran condecoración celeste de la Cruz del Sur. Los restos del que fuera el polémico hombre disecado del Museo Darder de Banyoles llegaron ayer desde Madrid a la capital de Botsuana, Gaborone, y hoy recibirán sepultura en un parque público de la ciudad. No se invita particularmente.

A mediodía de ayer, en el exterior del centro cívico y Ayuntamiento de Gaborone era el delirio: varios centenares de personas querían entrar a ver a El Negro -así se lo denomina aquí, en castellano-, visitarlo en su capilla ardiente. La policía contenía a la multitud sin usar la violencia. Entre la gente, destacaba un tipo con arco y flechas, armas de obvia factura bosquimana. "Me llamo Phillipe Segodika, y El Negro era mi tatarabuelo", afirmó sin asomo de broma antes de que la marea humana se lo llevara a otra parte.

Dentro se desarrollaba una ceremonia con autoridades -el ministro de Asuntos Exteriores de Botsuana, Mompati Merafhe; el embajador español en Namibia, Eduardo Garrigues, responsable del traslado del Negro desde Madrid; el alcalde de Gaborone, H. K. Mothei, y varios altos cargos militares y religiosos-. Presidía la escena la caja funeraria, instalada en el centro de la sala rodeada de flores y de cuatro soldados muy marciales con fusiles automáticos. Al acabar las plegarias, de corte vagamente ecuménico -al cabo nadie sabe exactamente en qué creía el Negro-, se formó una cola para observar los restos a través de una mirilla dispuesta en la caja. Se palpaba en el ambiente el respeto, pero también un cierto morbo. El alcalde de Gaborone se inclinó sobre la caja, miró y pareció algo decepcionado. Hubo luego quien cerró los ojos de impresión y a quien se le escapó una risita.

La caja donde reposa lo que queda del Negro de Banyoles es pequeña, con algo de cajón de especímenes de historia natural y algo de relicario, lo que, bien mirado, resulta pertinente en ambos casos. Tiene un pestillo para abrirla y la mirilla permite contemplar solamente, en un recipiente aparte, el cráneo descarnado del ex guerrero disecado. Aquel rostro de eterno asombro, aquellos ojos de cristal ensimismados, aquella cabecita de pelo crespo, todo aquel despiadado enigma, ya no existen. Sólo la calavera pelada. No se puede ver nada más. El hombre disecado, vago remedo de vida, fue desmantelado en el Museo de Antropología de Madrid. Los primeros restos de un indígena que devuelve España no iban a ser motivo de mofa: Exteriores decidió que no se entregaría un monigote fallero a Botsuana. La antropóloga Consuelo Mora, que se encargó de devolver a la naturaleza la siniestra vida artificial recreada con sus artes de taxidermia por los frankensteinianos hermanos Verreaux, se detuvo ayer un largo momento ante la caja y pareció enviar un postrer saludo al Negro, al que, desfigurándolo, ha devuelto, paradójicamente, su dignidad humana. "Hay poco más que los huesos, algún tendón y cartílago", dijo después. "Sí, fue un trabajo duro desmontarlo, cuatro días, con varios ayudantes. Teníamos que tomárnoslo a chanza en algún momento, porque era muy impresionante".

A la salida de la capilla ardiente, todo el mundo preguntaba a los afortunados visitantes qué se podía ver: el morbo no conoce fronteras ni razas. La decepción parecía grande al explicárseles que a Gaborone sólo han viajado los restos puramente humanos y no la figura montada. "Entonces, ¿no está de pie?". No. Ni lleva lanza.

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