Tribuna:

Un día en Barcelona

JUSTO NAVARROLa comida rápida no es un invento de la ciudad laboriosa y trepidante, sino una astucia de los solitarios de las grandes ciudades: comemos de pie y de prisa para no comer solos demasiado tiempo. Solos, se come sin gusto, me dijo una vez mi madre, que no se acostumbra a comer sola. Como si la comida perdiera, en soledad, sus ingredientes culturales, la conversación, el compartir tiempo y plato, y prolongar los sabores al nombrarlos. Aquí estoy, comiendo solo, en las Ramblas de Barcelona, a la salida del Gran Teatro del Liceo, mientras siguen los espectaculares preparativos para el ...

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JUSTO NAVARROLa comida rápida no es un invento de la ciudad laboriosa y trepidante, sino una astucia de los solitarios de las grandes ciudades: comemos de pie y de prisa para no comer solos demasiado tiempo. Solos, se come sin gusto, me dijo una vez mi madre, que no se acostumbra a comer sola. Como si la comida perdiera, en soledad, sus ingredientes culturales, la conversación, el compartir tiempo y plato, y prolongar los sabores al nombrarlos. Aquí estoy, comiendo solo, en las Ramblas de Barcelona, a la salida del Gran Teatro del Liceo, mientras siguen los espectaculares preparativos para el estreno de la ópera D.Q. Don Quijote en Barcelona, de José Luis Turina y La Fura dels Baus. La escenografía es la obra póstuma del arquitecto Enric Miralles, en colaboración con Benedetta Tagliabue.

En camerinos veo a Josep Pons, el director musical del D.Q. Felicidades, le digo, por el premio de la Junta de Andalucía a la Orquesta Ciudad de Granada. Pons ha inventado una orquesta en Granada, es decir, ha inventado un público: ha forjado, concierto a concierto a lo largo de 10 años, un mundo granadino de amantes de la música. Y, mientras dirige la Orquesta del Liceo y consigue que se transparenten cada nota y cada voz de la partitura de Turina, yo recuerdo con alegría a la poeta María Victoria Atencia, premiada también, aunque no la recuerdo en Málaga, su ciudad, sino en Praga. Lee poemas en un café de Praga, y sus poemas son el detenimiento de ver las cosas y nombrarlas para preservarlas y salvarlas. Fue en un viaje de escritores, hace nueve años. Parábamos en un castillo donde Casanova escribió sus memorias y donde el comité central del PCE ordenó la expulsión de Jorge Semprún. Había un piano de cola en mi habitación, dos chimeneas como dos altares de mármol, techos altos como casas de dos pisos, una pastilla de jabón amarillento y una llave de iglesia antigua para abrir el cuarto de baño: ahora me gustaría ir por carretera, en coche, entre San Roque y Málaga, contándole estas cosas a Carlos Castilla del Pino, por fin recordado por los jurados de la Junta. Yo lo considero uno de mis maestros: leyéndolo y hablando con él, he aprendido las ventajas de la razón frente a la palabrería. Pensar es convertir las palabras en un relato que nos ayude a entendernos mejor con el mundo exterior y con nosotros mismos. Carlos Castilla del Pino, pensador y médico, también es un narrador excepcional.

Pero ahora estoy en Barcelona, comiendo solo, de pie y de prisa, por la calle, uvas griegas que he comprado en unos grandes almacenes ingleses, sin hueso y de un dulce sabor probablemente transgénico. Un periódico anuncia que se acaba la gasolina, pero circulan más coches que nunca, y se atascan en la boca de la calle Balmes, en la ciudad desabastecida de sangre carburante. Éste es el prodigio: menos gasolina supone más caos circulatorio. Entre el fragor del tráfico, en las Ramblas, el tragasables Barjot, enredado en una soga inmensa, explica que se desatará de su inmenso nudo. Yo como uvas solo, y pienso en la herradura de palcos de terciopelo, en el Liceo. Ahora el teatro está vacío. Estará lleno mañana. Se levanta el telón.

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