Tribuna:

Estafa

Los derechos políticos y civiles tienen una incómoda tendencia a traducirse en servicios concretos a los ciudadanos. Decía Bertrand Russell, siempre tan cáustico, que el Estado es "una colección de funcionarios". Sin duda el filósofo simplificaba. Pero, en última instancia, de los funcionarios depende que los derechos se ejerzan con normalidad o que resulten vulnerados. Depende, por ejemplo, de ese juez de Gandia que se ha negado a aceptar a trámite una demanda porque estaba redactada en valenciano; o de esas decenas de profesores que, sin ningún rubor, imparten en castellano las clases a unos...

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Los derechos políticos y civiles tienen una incómoda tendencia a traducirse en servicios concretos a los ciudadanos. Decía Bertrand Russell, siempre tan cáustico, que el Estado es "una colección de funcionarios". Sin duda el filósofo simplificaba. Pero, en última instancia, de los funcionarios depende que los derechos se ejerzan con normalidad o que resulten vulnerados. Depende, por ejemplo, de ese juez de Gandia que se ha negado a aceptar a trámite una demanda porque estaba redactada en valenciano; o de esas decenas de profesores que, sin ningún rubor, imparten en castellano las clases a unos alumnos cuyas familias han elegido explícitamente para ellos una enseñanza en la lengua propia del país.Vienen quejándose los afectados de una forma moderada y civilizadísima, ante la pasividad de los responsables educativos, que arguyen todo tipo de complejidades burocráticas y que, en todo caso, minimizan la efectiva incidencia del fenómeno, como si el simple hecho de que se dé un solo caso de incumplimiento no fuese suficientemente vergonzoso. Algunos cosmopolitas hipersensibles a lo políticamente correcto mantienen apagada su capacidad de indignación (¡no sea que se contaminen de nacionalismo!) ante estos atropellos que a lo mejor afectan a personas con las que se cruzan cada día en la escalera o en la calle, mientras la Administración responde con una mueca de displicencia cada vez que se airea el problema. La Federació Escola Valenciana ha contabilizado al menos medio centenar de profesores -cualquiera que haya seguido la situación en las escuelas públicas estos últimos años sabe que son muchos más- que practican en las aulas su impune displicencia hacia los derechos básicos de los valencianohablantes. Si la cultura de la reclamación y de la exigencia es un indicador de madurez en una sociedad moderna, su correlato ha de ser la respuesta ágil de la inspección, de la dirección general, de la consejería o del gobierno a las quejas de los ciudadanos. Cuando eso no ocurre, como en este caso, sólo queda el camino de un juzgado de guardia, que admita denuncias redactadas en valenciano, contra lo que no es otra cosa que una auténtica estafa institucionalizada.

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